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Número 8 - Septiembre 2005
Adopción y nombre propio
Jorge Arredondo

La verdad acerca del origen, en los casos de menores en adopción, es un derecho del niño ampliamente reconocido. En Argentina, la ley de adopción 24.779, establece en su artículo 321 h): "deberá constar en la sentencia que el adoptante se ha comprometido a hacer conocer al adoptivo su realidad biológica" (1). Si bien en nuestro país esta obligatoriedad no tiene un carácter legal, los profesionales en el campo de la adopción reconocen en ella una recomendación importante para los adoptantes. La verdad sobre el origen es un derecho del niño y su historia le pertenece.

Una de las cuestiones más importantes con relación al origen del menor en adopción tiene qué ver con el nombre propio del menor. En este artículo se exploran los argumentos que sostienen la afirmación de que es de la mayor importancia que los adoptantes puedan respetar el nombre propio del menor que reciben en adopción.

El ser humano y el orden cultural

El ser humano se distingue del animal en la medida en que se encuentra insertado en un campo cultural, que se distingue por el uso y la trasmisión de signos a través de un lenguaje. Los animales, al ser sujetos sólo del orden biológico, no tienen la posibilidad de crear una cultura. Al no tener un sistema lingüístico queda imposibilitada la trasmisión del saber, y este se reduce a los patrones instintivos. Un animal no tiene la posibilidad de crear y respetar leyes, en todo caso su olfato le indicará donde comienza el territorio de un animal más fuerte que él, y el miedo le indicará que no debe andar más por ese camino.

Es gracias a una doble pertenencia (biológica y cultural) que el humano establece vínculos sociales a partir de la prohibición. La prohibición al incesto, respetada en todas las épocas y culturas de la humanidad, es la ley primera en un orden cultural.

La unidad que conocemos con el nombre de familia se constituye respetando la prohibición al incesto. Esta prohibición opera para todos sus miembros, y en ese sentido antecede como ley a la constitución del grupo.

Lo que pretendo subrayar con esto es el hecho de que el orden cultural antecede a la formación del grupo familiar, y esto vale también para el sujeto. La cultura antecede al sujeto, se encuentra presente desde antes que el sujeto venga al mundo.

Cuando un niño nace existe ya una cultura en la que tendrá que insertarse como sujeto. El niño que recién viene al mundo tendrá qué hacer suya la lengua de sus congéneres, tendrá que respetar sus leyes y hacerse reconocer en los términos aceptados por su cultura. El ser humano se las tiene qué ver con que en una gran medida los dados ya están echados.

El humano nace en un estado de prematuración que le hace necesaria la existencia de otro humano que le brinde los cuidados que garanticen su supervivencia. Esta figura del otro deja sus marcas, la primera de ellas: el nombre propio. Nadie escoge su nombre propio, es algo que nos viene de otro. No se trata de una injusticia, se trata de un hecho estructural; así como necesitamos que el otro nos alimente, también necesitamos que el otro nos nombre.

El nombre propio

Lo que en términos abstractos llamamos origen del menor se encarna en elementos concretos, de los cuales el más importante es el nombre propio. El nombre propio es una marca de identidad que vincula al sujeto con su origen, y sobre todo lo vincula con el orden cultural que en primera instancia está encarnado en la figura de la madre.

El nombre propio es la cifra de un conjunto de coordenadas culturales a las que estaremos vinculados. Muchas mujeres en México llevan el nombre de María, y este nombre remite a la devoción por una figura importante en las culturas cristianas: María fue la madre de Jesús. Así, una niña nacida en el año 2004 que recibe el nombre de María, se encuentra ligada, a través de esas cinco letras, a la ideología de toda una nación. La niña podrá renegar de su nombre cuando sea una mujer adulta, quizá resulte que no comparta las creencias cristianas; pero su nombre le garantiza que en el origen hubo alguien para nombrarla.

Muchas personas tienen una historia cómica acerca de su nombre propio. Conocí a una mujer que se llamaba Ogla, ya que en el registro civil se equivocaron al teclear su nombre en el acta.

Lo común para los hombres es llevar el nombre de su padre. Me llamo Jorge, al igual que mi padre, y por mucho que mi padre y yo seamos diferentes, llevar su nombre me garantiza que un hombre me reconoce como su hijo. Algunos hijos llevan el nombre de un antiguo amor de su madre, el nombre de un actor de televisión, el de un héroe deportivo, el nombre de un hermano fallecido, el nombre de un tío alcohólico, etc. Cada una de estas situaciones traza las primeras vías sobre las que un sujeto construirá su mundo subjetivo.

En los casos de adopción, algunos niños llevan el nombre que su madre biológica les dio, y esto es lo único que de ella conservan. El nombre les garantiza que una madre tuvo el cariño para nombrarlos. Otros niños tienen el nombre que les fue asignado por un trabajador social, o por las personas que en la maternidad estuvieron a cargo de sus cuidados; aún en estos casos el nombre propio es la huella que imprimió ese otro que se ocupó de los cuidados de un niño.

A los padres adoptivos se les hace la recomendación de que respeten el nombre propio del menor que reciben en adopción. Esta recomendación no es gratuita. Un padre adoptivo que puede respetar el nombre de su hijo da con ello muestra de que le puede amar. Hagamos una comparación: en las relaciones de pareja, uno no cambia el nombre propio de la persona amada ¿por qué hacerlo en los casos de adopción?

En la psicología humana el nombre propio tiene una profunda significación. En algunas culturas, cuando alguien muere se establece la prohibición de que su nombre sea mencionado; pronunciarlo invoca la presencia de su espíritu y el mal del más allá. Esta conducta no es extravagante, ni alejada de nuestras experiencias cotidianas ¿Qué pasa cuando es despedido nuestro jefe? En la mayoría de los casos, se establece un acuerdo tácito y su nombre se hace impronunciable. Lo mismo ocurre cuando un amigo rompe una relación sentimental, nos abstenemos de pronunciar el nombre de su antigua pareja para evitarle un dolor.

Cuando alguien olvida nuestro nombre nos sentimos heridos, igual si lo escuchamos mal pronunciado o lo vemos mal escrito. A veces la peor ofensa ocurre cuando alguien trastoca nuestro nombre por el de otra persona; en las relaciones de amor esto es signo de la presencia de un tercero.

De esta manera tenemos que lo que tiene qué ver con el nombre propio no es intrascendente. Hay situaciones donde nos negamos a dar el nombre, porque ello nos pone en un riesgo: supongamos el caso de que hacemos una denuncia anónima, o supongamos el caso de que somos empleados en un negocio y un cliente molesto solicita nuestro nombre para quejarse. Incluso hay cosas que no estaríamos dispuestos a hacer con nuestro nombre: prestarlo para los negocios de alguien más, firmar con nuestro nombre un producto de baja calidad, un reporte mal hecho, etc.

En los casos de adopción cambiar el nombre propio del hijo adoptivo tiene consecuencias.

Consecuencias

Se insiste en la cuestión del respeto por el nombre propio, y en general el respeto por la historia del menor en adopción, ya que esta es una medida que tiende a prevenir alteraciones mentales tales como la psicosis.

Las investigaciones pisconalíticas han dilucidado el mecanismo de formación en la psicosis designándolo con el nombre de forclusión. La forclusión se define por que un elemento fundamental para el sujeto queda expulsado de su universo simbólico, ese elemento queda forcluido, no forma parte del inconsciente como en la represión, y retorna en forma alucinatoria en lo real del sujeto (2).

Podemos comparar el mecanismo de la forclusión con el de la represión. En la represión una representación intolerable para el yo es expulsada de la conciencia y relegada al inconsciente; por el contrario, en la forclusión un elemento queda fuera de la conciencia no porque haya sido reprimido, sino porque de entrada nunca formó parte del universo simbólico del sujeto, y quedó forcluido; lo forcluido regresa entonces en forma alucinatoria.

No es lo mismo que un sujeto sufra por causa de su origen, y que este sufrimiento sea tan intolerable que finalmente quede reprimido, a que de entrada, la cuestión de su origen quede expulsada de su vida mental, como si nunca hubiera existido. Un sujeto así tiene una predisposición a la psicosis, lo cual no significa que forzosamente vaya a enfermar, eso puede o no puede suceder; lo importante es que hay algo que se puede prevenir (3).

No se pretende que este trabajo resulte alarmista. Seguramente hay padres adoptivos que cambiaron el nombre propio de su hijo sin estar advertidos, y tampoco por ello han resultado situaciones de conflicto. Lo importante es que el menor conozca su historia. Si se le cambió el nombre, que se le diga que antes llevaba otro, y se le expliquen los motivos de dicho cambio.

El trabajo de seguimiento en casos de adopción ha revelado que es común encontrar alteraciones en el habla en menores que han sido adoptados. Si bien este fenómeno reclama un estudio más amplio, una posible interpretación es que los padres viven una dificultad para hablar de la adopción o alguno de sus aspectos con su hijo. Esta situación donde queda establecida la equidad entre felicidad e ignorancia (entre menos sepa más feliz) acarrea inhibiciones intelectuales y pérdida de confianza hacia las figuras de autoridad.

Conclusiones

La filiación entre los padres adoptivos y su hijo queda establecida en la medida en que el menor recibe los apellidos de los adoptantes, no hay por qué borrar el nombre propio.

Se argumenta que en los casos de adopción de recién nacidos es lícito cambiar el nombre porque el menor no se identifica con su nombre, puesto que no tiene conciencia.

Sin embargo, desde el psicoanálisis entendemos que la conciencia no es el sujeto. La situación es comparable a lo que sucede, por ejemplo, con las pirámides. Monumentos antiguos. La huella del paso de los hombres de antaño por este mundo. Las pirámides no tienen conciencia, son un montón de piedras con un arreglo particular; sin embargo se les preserva por el valor cultural que representan.

Es cierto, los bebés que son adoptados no se identifican con su nombre, no tienen conciencia. Quienes deberían tener conciencia son los padres adoptantes, y preservar este significante del origen.

En todo caso, cuando el deseo de los padres por darle un nombre no tiene la intención de borrar el pasado, lo que es aconsejable es agregar un segundo nombre al menor adoptado; pero nunca borrar el nombre que lo vincula con su historia, por trágica que esta sea.

Es preferible que un menor sufra por su historia a que la ignore por completo.

 

 

Notas

1. La referencia ha sido tomada del artículo ¿Estuve yo en tu panza? Las preguntas temidas; escrito por la Lic. Graciela Lipski.

2. Para una definición más amplia del concepto de forclusión ver: Diccionario de Psicoanálisis. E. Roudinesco y M. Plon.

3. Se sabe que durante la segunda guerra mundial muchos niños judíos perdieron a sus padres en los campos de concentración, y fueron colocados en hogares sustitutos. Estos niños habían perdido el vínculo con sus orígenes. Algunos de ellos, y algunos de los hijos de ellos, produjeron psicosis en la edad adulta.

Bibliografía

ADOPTAR HOY. Giberti, Eva y otros. Editorial Paidos

DICCIONARIO DE PSICOANÁLISIS. Elizabeth Roudinesco y M. Plón. Editorial Paidos.

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