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Número 4 - Agosto 2001
La función del hijo
Introducción
Esteban Levín

Este texto es la introducción del libro
"
La función del hijo. Espejos y laberintos en la infancia"

"Las palabras son símbolos que portan una memoria compartida."

Jorge Luis Borges.

Cuando mi padre como abuelo, deseaba capturar la atención de sus nietos, l os reunía y en la escena, entusiasmado, decía las palabras mágicas: "Chelca, lecachelca", "leca, pin, chau, chau", "ponga, lecaponga", "leca, ra, ra, ra", "lecachelca", "lecaponga", "leca, pin", "chau, chau".

El deseo del abuelo estaba en la escena, y los niños entraban en ese escenario mágico y gestual, que esos decires raros, que nadie comprendía provocaban, estaban cautivados por el deseo que los transportaba consistentemente al terreno del artificio y la ficción.

En ese borde escénico, los nietos siempre esperaban el cuento que más les gustaba, el cuento del abuelo, que era el del gallo "pelado cursiento".

Gallo flaco, endeble, feo, débil y pelado, al que le ocurrían miles de aventuras. Siempre el gallito tenía que resolver terribles conflictos, como por ejemplo: pelear contra feroces leones, o salvar a los pasajeros de un tren que había sido asaltado, o rescatar a la princesa que estaba presa en un castillo embrujado... y para hacerlo tenía un solo recurso, que era, hacerse caca verde.

La caca verde servía para todo, ante ella los leones huían despavoridos, o los ladrones quedaban paralizados, o los castillos perdía su embrujo.

Todos los nietos esperaban el momento disparatado en que el abuelo decía: "y el gallito se hizo caca verde...". Allí se les iluminaba el rostro, sonreían y se introducían más y más en la ilusión del relato, que finalmente culminaba con el héroe, el gallito pelado y débil que con su "caca verde", hacía milagros.

La "caca verde", introducía a los niños en ese pliegue escénico, en ese insospechado pacto con el abuelo, donde estaba permitido que la caca sea verde o el abuelo un niño dentro del cuento. El efecto escénico era que todos entraban en el cuento, en la ficción, en el humor, hasta en la creación y el desenfreno afectivo del mismo cuento, ya que allí, los niños preguntaban o también sugerían como continuar la historia.

Era un espacio de aventura, donde lo importante no era tanto el contenido o lo que el cuento significaba, sino lo que él representaba. Pues no era un texto ya definido o establecido, sino en representación, en tránsito, libre, disparatado y generador de nuevos laberintos ficcionales.

El cuento del abuelo era un texto en escena, productor de una estética en representación.

El escenario con las palabras mágicas, la gestualidad, y la mirada deseante del abuelo, espejaba a los niños en su mágico artificio. El cuento estaba indudablemente ligado y entrelazado a la representación escénica, en la cuál ellos se reflejaban con sus secretos y misterios. Los cuales no se develaban, aunque todos sabíamos, que allí en ese inquietante mundo, la caca era verde, y el gallito, seguiría siendo pelado y endeble.

Alicia en sus maravillas, nos introducía en ese fantástico mundo: "Más que curioso y más que curioso". Grito Alicia (estaba tan sorprendida que olvidó hablar correctamente el inglés), "ahora me estoy desplegando como el mayor telescopio que hubo jamás! ¡Adiós, pies!"(porque cuando se miró abajo los pies, parecía " casi perdidos de vista, tan lejos estaban quedando)", "Oh, piesecitos míos, me gustaría saber quién os va a poner ahora los zapatos y las medias, queridos. ¡Seguro que yo no puedo! Yo estaré demasiado lejisimo para molestarme por vosotros: debéis arreglaroslas lo mejor que podáis pero debo ser amables con ellos", pensó Alicia, "o de lo contrario no caminarán por dónde yo quiero ir!". (1)

Escribir sobre la infancia, el niño y su desarrollo psicomotor, nos compromete a habitar ese espacio incierto y audaz de la ficción en la escena.

Lo que más me impresiona del espacio del niño, es que al comenzar a habitarlo, él no sabe lo que allí va a pasar:

En este no saber, en este desconocimiento de lo que va a pasar, a sentir, a hacer, a construir, a producir, a imaginar, a fantasear, reside la esencia de las producciones escénicas del niño. No hay duda que al producirlas, él se pone en escena en esa desmesura estructurante, en ese espacio que esta vacío de contenidos y significados, dónde se enlazarán sus artificios y ficciones en el desarrollo psicomotor.

El niño en este escenario ama lo que no sabe y lo que no entiende, por eso mismo, la creación ficcional y escénica enuncia un cierto vértigo, un cierto borde, por donde el niño se desborda para construir sus versiones y representaciones sobre lo que le pasa a él y a las cosas.

Es difícil que "los adultos", "los grandes", se dejen desbordar, desordenar por el niño y mucho más si paradójicamente son especialistas, educadores, analistas o terapeutas que ya saben todo sobre ellos.

En este escrito, planteamos la necesidad de dejarnos desbordar por el escenario de la infancia para procurar comprender al niño.

Dejarnos desbordar por el universo del niño, es soportar ese vacío, ese vértigo, ese no saber originario y fundante de los laberintos de la infancia. Pero para ello, tendremos que soportar la ignorancia de nuestro no saber. Solo al dejarnos desbordar por el escenario del niño, podemos comenzar a comprenderlo en su esencia, para ubicar un borde posible dónde: "Se pueda abrir la puerta para ir a jugar".

Nos dejamos desbordar por el niño, para que al ponerse en escena nos incluya en su escenario, en esa intimidad dramática, dónde el lazo transferencial se anuda desplegándose en su consistencia.

No todos están dispuestos a arriesgarse a poners e en escena con el niño, a dejarse impresionar por él, para que pueda metamorfosear una habitación en un castillo, en un barco, en un cohete, o para que invente de una tijera un pájaro, de un tenedor con pan un títere, de una olla un instrumento de percusión, o de una mesa una nave espacial dónde se explora una nueva galaxia.

Muchas veces el adulto se aferra a una regla ortodoxa, a una técnica o a una nueva o especial teoría, para no introducirse en ese espacio ficcional, mágico y escénico, que implica un cierto riesgo, en habitar ese vacío que el mismo niño produce demandando, desbordando y vaciando el contenido para fabricar e inventar la escena, que culminará representándolo.

Es cierto que tendremos que atravesar momentos de desorden, de desconcierto y desborde, donde puede aparecer el dolor del sufrimiento del niño, y mucho más si trabajamos en el campo de los problemas del desarrollo y la estructuración subjetiva. Pero es la única forma que el niño encuentre una versión posible de su padecimiento, dónde él des-cubra su propio velo en las representaciones que produzca.

El que trabaja con niños, sea educador o terapeuta, tendría que poder arriesgarse a atravesar sus propios modelos y "clichés", para comprender la infancia. En el ámbito clínico o educativo, no hay terapeutas o docentes ideales. Si se quisiera ubicar a la teoría o a la práctica como ideales, el niño las desmiente en sus producciones escénicas, pues nos señala en su esencia la disarmonía constitutiva de su desarrollo.

El niño en su territorio, por suerte, es disarmónico y no encaja en ningún molde, técnica o estadio prefijado. Solo soportando el imprevisto, el desconocimiento, el no saber, el niño coloca y des-cubre el suyo en la escena.

El niño en su infancia, no se completa al jugar, mas bien inventa y construye un escenario, un espejo, dónde al circular su deseo, la insatisfacción, lo impulsa a seguir jugando, a continuar escenificándose y representándose en la escena.

En este escrito, procuré dejarme desbordar por el niño en su funcionamiento escénico estructurante. Dejarme desbordar en el acto de la transmisión, es una aventura que necesariamente pone en escena la perplejidad del mismo acto, al dejarme impresionar por él en su desmesura, en lo no calculado, en el disparate, en lo no previsto del encuentro-desencuentro de la letra-lectura-escritura.

Leer implica ir develando un secreto al mismo tiempo que se va leyendo, del mismo modo le ocurre al niño, cuando ficcionando o jugando, está develando un secreto que sin darse cuenta el mismo va generando. Leer y jugar tienen en común, que no se sabe de que secreto se está tratando, por eso se sigue leyendo, jugando, y escenificando, y de este modo, se va creando el enigma que en tanto tal, permanecerá secreto.

El niño juega, y al hacerlo se des-conoce. Juega para llegar a des-conocerse, como lo que es y re-conocerse entonces como ficción, como Batman, como superhéroe, como maestra, como doctora, como peluquera, como mamá, como papá, en definitiva como lo que no es.

El niño juega a desdoblarse, juega el artificio de no ser él para ser otro, es desde ese otro que él toma distancia de su cuerpo para volver a ser él, y al realizarlo, pone en escena el enigmático secreto de su representación. No se trataría de develar e interpretar el secreto, sino de permitirle al niño jugarlo en escena y producirlo. Al jugar, al ficcionar, el niño crea el misterio, que el mismo va develando y creando sin darse cuenta, al ponerlo en escena.

En muchos momentos al crear este libro, sentí esa entrañable sensación que al escribirlo él me escribía a mí, en el gesto actuante de la transmisión. En este itinerario, se articularon mis desconocimientos, disparates y enigmas, que hoy comparto con ustedes al colocarme otra vez en escena, en las apasionantes peripecias e incertidumbres de la escritura.

Notas

(1) Carrol, Lewis, "Aventuras subterráneas de Alicia", ed. José de Olañieta, Barcelona, 1997, pág. 21.

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