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Número 2 - Octubre 2000
¿Que hacemos cuando analizamos un niño?
Graciela León

Al conocernos, me propone un juego. Escondida bajo mi escritorio me dice "pilláme". Yo intento "pillarla" y ella se escapa por el otro lado. Se ríe, goza mucho del juego y pide repetición. Repetición, infinita de veces. El juego en trasferencia consiste, siempre escondida bajo mi escritorio, en que yo no la puedo "pillar".

Bañada de transpiración (no solo ella) pide más agilidad y rapidez en el juego.

La excitación de escaparse y no ser "pillada", acompañada por la destreza motora para desplazarse, parece ser el motor del juego.

El juego estaba planteado.

Sin embargo, comenzaron a transcurrir las sesiones, las semanas, los meses y el juego se repetía de la misma manera. Sin ninguna variante. No había palabras. Ante mis preguntas a que jugábamos o de que se molestaba, no contestaba y decía "juguemos", "pilláme" y "más", "más", y "mas".

Leer a la letra en el significante, no se podía.

No había dibujos, no había sueños, no había relatos, solo habían unas cuantas palabras.

No había dudas que tenía que leer en la escena que mostraba. Pero todo lo que podía decir o comentar parecía no interesarle.

No importaba de qué hacíamos o de qué jugábamos. No había personificación.

Parecía más legible en el juego, el orden de la pulsión, que el del discurso. La excitación estaba centrada en algo de la fuerza, de la fuerza pulsional, del escaparse, de la energía y fuerza para escaparse. Importaba más el recorrido, el espacio, el movimiento, que la personificación. No había representación de personajes.

Sabía que algo de la burla, del engaño, se jugaban. Sabía que el escondite, fuera de mi mirada jugaba un rol decisivo, pero mis palabras y comentarios parecían no tener eco.

Momento de incomodidad, de dificultad, de detención, de obstáculo en nuestra practica.

Momentos que comenzamos a interrogarnos sobre nuestra posición como analistas.

Son los momentos en los que echamos mano desesperadamente de la teoría.

El nieto de Freud, vino a mi memoria con su bobina y el juego del Fort-Dá, los niños de Lacan que piden la repetición del mismo cuento, con las mismas palabras, para inscribir una diferencia.

Vino también Tiresias a mi memoria. Lacan, en el seminario 11 nos recuerda: "no basta con que el analista sirva de soporte a la función de Tiresias, también es preciso como dice Apollinaire que tenga tetas".

Este Tiresias, que había sido mujer en otra vida, los dioses lo castigan y lo dejan ciego. Zeus se compadece de el, y lo recompensa con el don de la profecía.

Este Tiresias, es ciego pero también tiene el don de la videncia, es adivino, y tiene tetas.

Posición del analista, no solo como profeta, como vidente o como descifrador de enigmas. Se trata de algo más, las tetas. Se trata de poner el cuerpo. Al menos el cuerpo como lugar donde albergará, a la manera de agalma, ese objeto parcial, las tetas, el objeto a, objeto causa del deseo.

El juego estaba planteado. Tenía pistas. Juego de una marcada tendencia metonímica. Mis intentos de enriquecerlo, por medio de la palabra o aportando nuevos elementos eran inútiles.

Me guiaba, el interés de la niña, en la repetición del juego y la excitación y alegría que sentía al jugar.

Mi apuesta era que el juego se pueda escenificar. Sabía que algo se iba a producir.

Sin embargo me planteaba siempre sobre mi posición y mi rol. Semblant de a, causa de deseo.

¿Cómo hacer para que no quede en un mero juego, sino que se resignifique, se relance, se haga historia?

Vino a mi memoria Winnicott y su ubicación del juego en una zona intermedia, en un espacio potencial, espacio transicional que existe entre la madre y el hijo.

¿No sería acaso ese espacio vacío bajo mi escritorio?

Winnicott, ubica la psicoterapia en una superposición de dos zonas de juego, la del paciente y la del terapeuta.

Y dice: "si este ultimo no sabe jugar, no esta capacitado para la tarea. Si el que no sabe jugar es el paciente, hay que hacer algo para que pueda lograrlo, después de lo cual comienza la psicoterapia".

Posición del analista, soportar el lugar del incauto, aquel que encarna lo que en el saber falta. No el sabelotodo, en el decir de José Zuberman.

¿Si la clínica con niños es una clínica de lo real, es decir de lo imposible, cuanto más imposible se hará si el niño presenta un déficit en el lenguaje, en lo simbólico, cuando la capacidad simbólica esta reducida, y le faltan las palabras?.

Retomando el material clínico, del juego, se me ocurrirían por sobre todo tres cosas: había una intención de burla, una pretensión de engaño y a pesar de mis intentos de dar sentido por este lado, parecían no escucharse mis palabras.

También pensaba que en ese "pillame", había algo de una pérdida que no se podía inscribir. La niña se hacia desaparecer. En relación a este tema, por ella se hizo "todo", en cuanto a la estimulación temprana, apoyo psico-pedagógico, etc., etc. A tal punto que supuestamente "todos" los agujeros hubieron de ser llenados aún antes que la niña abriera la boca. La generalidad de la estimulación temprana, como de la psicopedagogía, la incluían en una categorización. De la subjetividad, ni que hablar.

Me interrogaba acerca del lugar que había elegido para desarrollar su juego, debajo de mi escritorio, lugar vacío, debajo de mi lugar de trabajo, y fuera de mi mirada.

Es así como un día, casi sin pensarlo, apago las luces del consultorio, para jugar a nuestro habitual juego. Cosa que le encanta. A partir de allí el juego se relanza. Comienza a tener movilidad y comienza a enriquecerlo con nuevos elementos.

La oscuridad acota la ferocidad superyoica de la mirada y la burla y el engaño ya se pueden dirigir sin grandes inconvenientes hacia mi personificación de la malvada. Avance en lo imaginario. El Otro se muestra con disfraz, con imagen, y puede ser engañado.

Es como si la niña hubiese dicho: "estoy harta que me hablen y me miren. Para que yo pueda jugar se tienen que perder las palabras y las miradas. Algo se tiene que perder de mi propia imagen, por eso me hago desaparecer, al igual que el nieto de Freud, para que algo se pueda ir inscribiendo en mi. Aun teniendo un déficit en lo orgánico, si no se inscribe en mí la falta, no tengo la chance para subjetivarme".

Su cuerpo entero, ya no está a expensas del Otro, y con la agilidad para escaparse, va mostrando que su imagen ya no se puede ver toda, entera, algo escapa a la mirada del Otro. Ella escapa y el Otro no puede mirar todo. Falta en el sujeto y falta en el Otro. De esta manera se redoblan ambas faltas. Es como si la niña dijese: "si vos no me ves entera, yo me puedo mover, puedo jugar".

En este juego enriquecido, flexibilizado, donde el enfrentamiento con el Otro se juega en un duelo radical, el duelo de la separación, de la diferenciación, me propone un nuevo juego.

Armadas las dos con revólveres, espadas y escopetas, luchamos siempre siendo yo, la mala. Siempre ella venciendo a la mala. Reversibilidad de su imagen, ya que la vencida es ella. Ella no se pudo personificar. No sabe quien es. El Otro si, es malo. En medio de las luchas, saca algo de una caja de disfraces y me pregunta: "¿y esto?". Le digo: "un chaleco". No conforme con mi respuesta, me sigue preguntando: "un chaleco" le digo, "es un chaleco...lo podes usar para llevar las armas si querés". Muy inquieta y nerviosa me sigue interrogando. Le agrego: "Bueno, puede ser también un chaleco antibalas". Inmediatamente se lo coloca y comienza a jugar.

El chaleco antibalas se ha convertido en nuestro aliado en el juego. Gracias a él, la niña ha podido salir de su escondite bajo mi escritorio y mostrarse sin tanto temor. La escena de juego se fue modificando y puede ocupar otro lugar en el espacio. Por supuesto gracias al chaleco antibalas.

No siempre un niño nos indica como continúa la escena de juego. Pero nos da índices, nos da pistas.

La insistencia, el interés marcado en el chaleco me indicaban que algo tenía que hacer ahí. Ahí donde el juego queda detenido.

Me autoricé poner palabras, que no fueron cualquier palabra, ahí donde no las hay. Prestar palabras para que el juego pueda continuar.

Cristina Marrone dirá le faltan las palabras, pero no le falta imaginación.

La niña eligió un objeto. Del todo de la caja de disfraces sacó uno. Me convoca a darle sentido, a enriquecer la metonimia lúdica, en ese lugar donde le faltan las palabras.

A las armas le agrego un chaleco.

Habitualmente decimos que los niños expresan en los juegos sus ansiedades más tempranas, sus angustias y preocupaciones. Su capacidad de simbolización y personificación se reedita en sus juegos. Y la tarea del analista es interpretar dichas representaciones simbólicas. Los libros clásicos dan cuenta de ello.

Interpretar un dibujo, un juego, o un sueño no es la única función que le compete al analista.

Ya Freud dijo: quien podría pasarse la vida analizando sueños.

La clínica nos llama a arriesgar nuestro acto, dando sentido, apostando, esperando, disfrazándonos, a veces callando y solo jugando, poniendo tetas como Tiresías, inventando, arriesgando palabras pero por sobre todo jugando. Y jugar es estar en movimiento.

Con los niños, aunque nos arrodillemos, nos tiremos en el piso, y hagamos intervenir nuestro cuerpo, y el contacto sea muy cercano, no somos partícipes de la misma escena. Pero para que la escena del juego del niño no se interrumpa, desde la nuestra, tendremos que inventar los recursos para que el juego pueda continuar.

Si el psicoanálisis se redescubre en cada paciente, en el caso por caso, la practica con niños, y mas aún en aquellos casos en que la vía simbólica es escasa, nos enfrenta como analista al limite de nuestra posición, en que debemos inventar, crear y arriesgar nuestro acto.

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