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Número 15 - Noviembre 2022
Jugar en el espacio virtual
Jaime Fernández Miranda

“Los chicos pasan demasiado tiempo frente a las pantallas”; lo escuchamos, lo decimos a menudo en un tono un tanto escandalizado e impotente, como si se tratara de una pulsión infantil indómita y extraña o una suerte de patología de época irrefrenable que los adultos, al menos, deberían poder regular, limitar a cierta cantidad de horas diarias.
"Los chicos pasan demasiado tiempo frente a la pantalla", esto parece evidente, pero… ¿y los adultos? ¿No ocupan las pantallas todo hiato en nuestra vida cotidiana, todo intervalo -por breve que sea- que se abre entre una actividad y otra? La dilación y la espera se tornan cada vez más insoportables y un pathos ansioso tiñe nuestra vida cotidiana, lo cual no resulta extraño en una época que asocia indisolublemente la felicidad al consumo, una época en que la relación con los objetos está definida por el deseo de posesión instantánea y en que por ende la experiencia del tiempo está signada por la inmediatez (1). ¿Y no necesitamos, de tanto en tanto, replegarnos en un territorio clausurado al abrigo del otro, un otro cuya presencia se ha vuelto cada vez más agobiante? Los dispositivos audiovisuales nos sumergen en un espacio privado que recusa la otredad, a la vez que rellenan los intersticios temporales a fin de evitar que sean colonizados por una ansiedad muda. Tal vez aquí, en la experiencia del espacio y del tiempo que instauran, se asiente el lugar primordial que los dispositivos audiovisuales ocupan en nuestras vidas.

Ahora bien, frente a un dispositivo audiovisual un niño puede hacer cosas bien diversas que comprometen experiencias subjetivas sensiblemente diferentes: mirar una serie o una película, jugar juegos virtuales, entregarse a la errancia infinita de los videos en youtube. En este punto, pues, la sentencia los niños pasan mucho tiempo frente a la pantalla” deviene una noción grosera que aplasta las sutilezas y matices de la experiencia de un niño, y a la que no le es ajeno cierto tinte moral. Me refiero a esa moral nostálgica que consiste en naturalizar -ergo, universalizar- los parámetros histórico-culturales que acompasaron la propia infancia, sancionando como anormal, como desvío, todo aquello que no encaja con estos parámetros. De este modo, la tensión generacional suele resolverse en el terreno de la moral, lo cual resulta particularmente problemático cuando se trata de un analista. En efecto, la diferencia generacional es una marca constitutiva del psicoanálisis con niños, un asunto que ha recibido una magra atención en la teorización y cuya complejidad no podemos ignorar ni aplastar recurriendo a un conservadurismo nostálgico que silencie al niño. Los niños actuales nacieron en un mundo ya modelado por los dispositivos audiovisuales, con lo cual, de más está decirlo, su relación con estos dispositivos es diferente a la nuestra.
Entonces, en los dispositivos audiovisuales los niños, entre otras cosas, juegan (2). Apasionada e intensamente en la mayoría de los casos. Y esto abre una pregunta acerca del estatuto de los juegos virtuales en el psiquismo infantil, pregunta fundamental para un psicoanálisis que sigue teniendo al juego escénico como modelo excluyente de actividad lúdica. Conocemos la distinción que establece la lengua inglesa entre game y play, entre el juego reglado y el juego no ordenado en torno a reglas. No deja de ser sorprendente que la centralidad del play, imperante en psicoanálisis desde el fort-da freudiano y la técnica del juego kleiniana, haya relegado hasta tal punto la teorización del game, tan fundamental en la vida de los niños y adultos, tan presente en nuestra práctica. Y la inmensa mayoría de los juegos virtuales son games, juegos estructurados a partir de reglas, juegos centrados en la competencia cuyo objetivo primordial es el triunfo. Doble deuda del psicoanálisis entonces: pensar los games; pensar los games en el espacio virtual.  

En este ensayo iré trazando un contrapunto entre los juegos virtuales (aquellos en que la escena de juego transcurre en el espacio virtual) y los juegos clásicos (es decir, aquellos juegos en que la escena lúdica se despliega en el espacio de la realidad material), procedimiento metodológico que me parece apropiado para ir cercando la especificidad de los juegos virtuales. En otra ocasión he establecido un contrapunto entre juegos clásicos y juegos virtuales tomando como hilo conductor la creatividad (3). En este ensayo, tomaré como eje transversal los lugares que una y otra modalidad de jugar le conceden al otro, así como la experiencia del tiempo y del espacio que en ellos se instaura.
Este contrapunto me permitirá ir dispersando la categoría de juegos virtuales, difuminando sus contornos a fin de cuestionar su pretendida homogeneidad: es bien diferente la experiencia de un niño si el juego admite jugar con otros o no lo hace, si es plausible de ser jugado en red o no, si se trata o no de un juego cuyo objetivo principal es ganar, etc.

Los juegos y el otro

Suele decirse que los niños empiezan jugando solos. Esto es y no es así. En su conocido texto “La capacidad para estar solo”, Winnicott escribe que para que un niño pueda estar solo tiene que haber podido estar solo en presencia del otro, “alguien disponible, alguien que está presente, aunque sin exigir nada.” (4) Este otro absolutamente disponible pero que no se entromete en el espacio del niño conforma un contorno invisible, un fuera de escena que circunscribe y sostiene la escena del juego.
Marco y condición de posibilidad de la escena lúdica, el adulto, no obstante, permanece por fuera de ella. Y es que el niño que juega solo se muestra poco dispuesto a compartir el dominio de la trama lúdica, término este, dominio, que habría que matizar ya que, en el límite, dominio y juego parecerían excluirse mutuamente. En efecto, sin riesgos, sin sorpresas, sin imprevistos el juego suele carecer de interés. Sin embargo, sería importante preguntarnos por qué los dos autores que situaron las coordenadas fundamentales para una concepción del juego en psicoanálisis –Freud y Winnicott- emplazaron el dominio en un lugar más o menos destacado de sus teorizaciones.
Para Freud, el juego intenta dominar las excitaciones, las impresiones. El niño del fort-da permite que su madre se vaya sin hacer berrinches y, más modesto, más astuto, intenta apropiarse ya no del otro sino del modo en que la partida del otro lo afecta, creando la ficción de un objeto que se puede hacer aparecer y desaparecer a piacere. Freud, pues, vierte el juego hacia el interior, hacia la elaboración de las huellas y excitaciones que la impronta del otro deja en el psiquismo del niño. Para Winnicott, por su parte, el juego intenta dominar lo que está afuera. El juego es el modo en que el niño, con su cuerpo, con sus actos, se apropia de los objetos, conquista el espacio. En suma, el juego lleva en su esencia una tentativa de apropiarse de algo irremediablemente ajeno, una tentativa de dominio que se sabe fallida, que es placentera a condición de saberse fallida… pero tentativa de dominio al fin.

Al principio, en los albores del juego, el niño se guarda para sí el dominio lo más absoluto posible de la escena lúdica, por ello tolera mal la injerencia del otro. Puede, sí, jugar con el adulto, pero a condición de que este se sujete estrictamente a la trama que el niño va forjando, a los roles y funciones que el niño le asigna. Puede incluso jugar por iniciativa del adulto, pero siempre será él quien decida qué aporte del otro es aceptable y cuál no lo es. El niño es el anfitrión y el amo de su juego. El adulto que juega con el niño se introduce en el territorio de éste. Y cuando el niño pierde el control de la escena en manos del otro, el terror, la angustia o el desinterés desbaratan el juego.

Entonces, el juego solitario de un niño pequeño admite la presencia del otro dentro de la escena, pero los aportes que el otro puede hacer al juego están estrictamente sujetos al control infantil. Y aunque la cultura contemporánea, empeñada como está en diagramar las relaciones padres-hijos bajo estrictos protocolos, haya hecho del jugar con los hijos un asunto de moral parental (parece que sólo así, como imperativo de la buena parentalidad el juego puede insertarse en la trama del tiempo productivo del adulto), de todos modos me permito señalar que me parece importante que los adultos sean capaces de dejarse tomar por el niño en sus escenas lúdicas. Vivimos en una época de repliegues y expansiones narcisistas en que la alteridad como tal se vuelve cada vez más insoportable, en que el otro aparece como obstáculo o instrumento. Esta cuestión otorga cierta textura particular a la clínica actual y, específicamente, las prácticas con niños y adolescentes nos confrontan con las enormes dificultades que tienen los adultos para aproximarse a la extranjería del niño o del adolescente. Y jugar con un niño -del mismo modo que hablar con un adolescente- es sujetarse a un código, un lenguaje, una lógica que guardan siempre alguna relación de extranjería con los parámetros que imperan en el mundo adulto.     

Ahora bien, sin abandonar del todo el terreno del juego solitario, sin resignar nunca ese espacio privado al que se suele retornar cuando el contacto con el otro agobia, en cierto momento el placer de jugar con otros niños pasa a ocupar el centro de la escena lúdica. Hay aquí todo un salto, un pasaje que difícilmente podamos atribuir a una maduración neurobiológica o a cierta evolución en la dialéctica del sujeto con el objeto, sino más bien a un cambio del estatuto del otro en el psiquismo infantil. Por lo demás, este pasaje al jugar con otros resulta trabajoso, se trata de toda una renuncia al dominio de la escena lúdica, en el mejor de los casos no en provecho de otro niño sino en provecho del juego colectivo.
¿Y por qué motivo un niño cedería el dominio absoluto de la escena, algo que hasta aquí había sido inherente al jugar, sino es porque el amor y el reconocimiento de sus pares han pasado a ser tanto o más importantes que el dominio narcisista? Es precisamente por esta razón que el jugar con otros niños tiene una función muy importante en la constitución del psiquismo.

Creo que podríamos convenir en que, aun habiendo otorgado un lugar fundamental al pasaje que hace el niño de la endogamia a la exogamia, el psicoanálisis ha emplazado el centro de gravedad de este pasaje en las funciones materna y paterna (especialmente en esta última), y por ello ha concedido un lugar magro (nulo) a los lazos exogámicos en lo que concierne a la estructuración del psiquismo, como si esta transcurriera pura y exclusivamente al interior de los lazos endogámicos.
Pienso que los vínculos tempranos de un niño con sus pares -asunto, insisto, bastante descuidado por un psicoanálisis más familiarista de lo que quisiera ser- tienen un rol fundamental en la inscripción de la legalidad y en la modulación de la agresividad, dos cuestiones estrechamente vinculadas ¿Cuántos niños resistentes a toda legalidad transmitida por el adulto se muestran sin embargo capaces de limitar su omnipotencia en el seno del lazo con pares? No me refiero, aclaro, a esos niños en que el despliegue desinhibido de la agresividad en el espacio familiar tiene como correlato una profunda inhibición de la agresividad en la vida social, sino más bien al hecho de que la mayoría de los niños ceden con mayor facilidad frente a sus pares que frente a sus padres.  Y es que si, como escribe Freud en “El malestar en la cultura”, aquello que moviliza las renuncias pulsionales de un niño es la angustia frente a la posibilidad de perder el amor del otro (5), en el espacio exogámico el amor está siempre condicionado, a diferencia del amor parental que, de uno u otro modo, lleva la marca de la incondicionalidad. El ser-amado en la vida social está sujeto a las renuncias, cesiones y limitaciones narcisistas a que el niño se aviene para poder estar con otros.
Para un niño, entonces, el trabajoso proceso que deriva en la inscripción de la legalidad cristaliza en el lazo con sus pares, vale decir, en el jugar con otros. El juego compartido de los niños pequeños es una negociación constante en cuanto a la asignación de roles, la distribución de los objetos y la construcción de la trama lúdica. Es en la tensión entre el yo y el otro, entre imponerse y ceder, entre dominar y resignar el dominio que se instituye el juego compartido. Mi hipótesis, entonces, es que la paulatina incorporación de la legalidad como límite a la omnipotencia narcisista y al despliegue pulsional desinhibido toma cuerpo en el lazo del niño con sus pares, es decir, en el juego compartido. Y este movimiento supone cierto acotamiento y cierta modulación de la agresividad.

Deberíamos detenernos brevemente en este punto a fin de contornear una noción controversial y menos explorada de lo que se cree como es la agresividad. Lo primero que habría que indicar, de modo más o menos taxativo, es que la agresividad es inherente al contacto con la alteridad desde el momento en que no hay contacto con el otro que no genere alguna tensión. Soy perfectamente consciente de que esta idea colisiona con los mantras de un posmodernismo insulso que promueve “interacciones” sin tensiones ni conflictos, sin rozar al otro, sin afectarlo ni dejarse afectar por él; en suma, interacciones sin alteridad. Ahora bien, todo contacto con la otredad supone alguna forma de tensión agresiva, inevitable, necesaria (conocemos el padecimiento de esos niños que presentan una inhibición profunda de la agresividad, incapaces de sostener conflicto alguno y por ende incapaces de resguardar el propio espacio, niños dolorosamente sumisos, siempre a merced del otro).
Sin embargo, paradojas de un concepto que no se deja reducir a esquemas maniqueístas, la agresividad también puede -suele- inclinarse hacia el deseo de anulación del otro, sea por aniquilación, sea por sometimiento. Inherente al lazo, necesaria en una época que tolera mal las tensiones y conflictos inevitables (es decir, tolera mal al otro), la agresividad es también aquello que destruye los lazos. Sostener la tensión agresiva con el otro sin someterlo ni anularlo -es decir, limitando las modalidades destructivas y sádicas de la agresividad- es sin dudas una cuestión compleja que depende del lugar que el sujeto le conceda al otro.

En suma, pienso que la experiencia temprana del jugar con otros tiene la potencia para modular la agresividad. Las tensiones son inherentes al juego compartido, y sin embargo allí el niño acota su agresividad y al mismo tiempo encuentra alguna forma de sostenerse como yo frente al otro. Dicho de otro modo, la agresividad modulada por el juego no avanza hacia la anulación o al sometimiento del otro, pero a su vez el juego compartido requiere esa cuota de agresividad necesaria para evitar ser sometido por el otro. Los niños negocian la distribución de roles y objetos, y el desarrollo paso a paso de la trama lúdica; a veces imponen, a veces ceden. Y así, en la tensión entre el dominio y la renuncia, entre la afirmación narcisista y la cesión transcurre el juego compartido en los niños pequeños. Primero, en el terreno del play. Luego, más adelante, en el terreno del game -principalmente juegos mesa, deportes y juegos virtuales.

El otro en los juegos reglados (games)

La aparición de los juegos reglados en la vida de un niño no es un asunto menor: en los play compartidos la legalidad es idiosincrática, cambiante y se instituye por negociación y acuerdo entre las partes; los game, por el contrario, están estructurados en torno a un conjunto de normas que preexisten a las partes, reglas sin las cuales no es posible jugar, reglas que es posible transgredir pero nunca negociar. Aunque pueda resultar una obviedad, es importante señalar que la ligazón del placer a los juegos reglados está directamente vinculada al creciente encuadramiento del deseo por la legalidad.

Los games están centrados en la competencia que, como tal, se articula a partir de un conjunto de reglas precisas. Sin excepción. De este modo, los juegos reglados ofrecen un terreno en que pueden desplegarse las tensiones con el otro en el seno de una experiencia lúdica auspiciada por un puñado de normas que la encuadran y la hacen posible. Los juegos reglados, pues, requieren necesariamente de un adversario, aunque este podría no ser otro humano sino una máquina, como sucede en la mayoría de los juegos virtuales. Acaso una de las novedades que los juegos virtuales introducen en la vida de un niño sea la figura del adversario. ¿Y qué es, finalmente, un adversario sino alguien con quien se puede disputar sin arrasarlo ni ser arrasado por él?    
Organizados en torno a la competencia, los juegos reglados ponen en juego de una manera más evidente el narcisismo y la tensión agresiva. Esto transcurre al interior de una experiencia lúdica, y sin embargo ¿cuáles son los límites? ¿Es plausible asir con precisión donde empieza y donde termina la ficción? La hostilidad muda o manifiesta, la ofuscación que se inclina hacia la furia, el dolor indisimulable frente a la derrota suelen toparse con una frase que intenta inútilmente aquietar las turbulencias: “es sólo un juego”. Como si las pasiones nada tuvieran que ver con el juego, como si este no fuera sino un acto leve sin demasiada implicación subjetiva, como si el desapasionamiento fuera la única actitud sensata en un juego.  
Ahora bien, ¿es posible disfrutar de un juego (game) sin que haya pasiones en juego, pasiones más o menos intensas ligadas a la disputa, al triunfo y a la derrota? Sin dudas, un adversario no es un enemigo, ganar no es aniquilar ni ser derrotado es ser destruido. Pero es probable que el placer lúdico en los juegos de competencia se emplace en la línea difusa en la que estos términos tienden a confundirse. Dicho de otro modo: sólo podemos disfrutar de un juego porque derrotar a un adversario no equivale a destruir a un enemigo ni perder equivale a ser arrasado y desaparecer. Sin embargo, ¿habría placer lúdico sin ese fondo oscuro en que la aniquilación del enemigo y el imperio del yo sobre el mundo irrigan la contienda, ese fondo oscuro que a veces toma el centro de la escena con sus llantos desconsolados, sus gritos furiosos, sus sonrisas burlonas?

Es de lamentar que la relación idílica que los analistas tenemos con el play haya obstruido una teorización más profunda acerca de los juegos reglados, tan importantes para la estructuración psíquica de un niño. En casi toda la literatura psicoanalítica, juego es aquel en que el niño inventa una escena, pero lo cierto es que una buena porción de los juegos que juegan los niños son juegos reglados, en los cuales la posibilidad de invención está acotada por las reglas. Por este motivo, tampoco suele concedérsele demasiado valor clínico a los juegos reglados que los niños juegan durante la sesión: se aduce, tácita o explícitamente, que en los games la creatividad está coartada por un universo de reglas y que, correlativamente, la emergencia de la fantasmática inconciente que viabilizan es más bien pobre. Y es que si bien la creación es invención de algo novedoso, toda creación está surcada por la fantasmática predominante en un sujeto.
Ahora bien, en un play el niño inventa una ficción, en los games se introduce en ficciones creadas por otros. Aún en aquellos juegos (games) virtuales conformados por escenarios muy sofisticados y de alto impacto estético, el placer no reside tanto en la invención como en el descubrimiento y la exploración de un universo ficcional fantástico. Y sin embargo, durante un análisis los juegos de competencia permiten poner en escena un conjunto de trazos fundamentales del psiquismo infantil. En una rápida enumeración que no pretende ser exhaustiva (ni mucho menos), los juegos reglados en sesión ponen a circular: la agresividad, sus inhibiciones y sus excesos, la constatación de que el otro puede sobrevivir a la propia agresividad, los destinos del narcisismo primario, la omnipotencia y sus límites, la tensión (eventualmente mortífera) con el ideal, la relación con la legalidad, la capacidad (o no) para ceder en función del otro, el lugar de la alteridad, la tensión narcisista (eventualmente mortífera) yo-otro, la envidia, el deseo de desposesión, el fantasma de ser arrasado por un otro cruel, implacable e invencible…  los games permiten que todo esto se despliegue al interior de una experiencia lúdica en general placentera.
Confieso que hace un tiempo, al hablar sobre estas cuestiones, solía resaltar la precisión del inglés (que cuenta con dos términos que diferencian el juego reglado -game- del juego no ordenado en torno a reglas -play) frente a la vaguedad del castellano. En efecto, en uno y otro caso la experiencia del niño pareciera ser bastante diferente y esto avala la utilización de dos términos diferenciales. Sin embargo, actualmente me resulta formidable que nuestra lengua disponga de un solo y único término para designar tanto aquellos juegos articulados en torno a reglas preexistentes como aquellos que consisten en una trama inventada por el (los) niños(s): jugar con muñecos, autitos, con dados o naipes, jugar al ajedrez, al fútbol, al FIFA, cuántas prácticas tan disímiles se amparan bajo un mismo vocablo que, no obstante, alcanza a designar ese hilo inasible que las conecta.

A fin de cuentas, ¿qué es juego? Cuanto más indagamos en este concepto, más se difuminan sus contornos. En este marco, pienso que ganamos mucho si abandonamos una ontología del juego en provecho del deslizamiento winnicottiano del play al playing, del juego como producto al jugar como acto y a la vez como experiencia. Sin siquiera ingresar en un asunto complejo que debería ser objeto de otro ensayo, creo de todos modos que lo lúdico -ese hilo sutil que engarza juguetes, tableros, pelotas y pantallas- designa cierta cualidad específica de esa trabazón entre acto y experiencia que Winnicott designa como playing.

El otro en el espacio virtual

Los games clásicos, aquellos cuya escena transcurre en el espacio de la realidad material (juegos de mesa y deportes, especialmente) no sólo admiten sino también exigen la presencia del otro. Algunos de ellos -pocos- pueden ser jugados sin otro, pero siempre como última alternativa ante la imposibilidad de contar con un compañero de juego. En los juegos clásicos requerimos al otro como rival o como compañero de equipo. Por el contrario, una buena cantidad de juegos (games) virtuales -acaso la mayoría- son solitarios. Están estructurados, sí, en torno a la competencia y el objetivo de triunfar, pero en la mayoría de los casos el adversario no es otro humano sino una máquina. En todo caso, y aquí comenzamos a dispersar la categoría de juegos virtuales, la experiencia de un niño asume tintes sin dudas diferentes si se trata de un juego que se puede jugar con otros, o bien de uno que no contempla esta posibilidad.

Cuando un niño juega solo frente a un dispositivo audiovisual queda enteramente tomado al interior del espacio virtual de juego, sumergido, inmerso ¿Por qué resultan tan atrapantes, tan inmersivos los juegos virtuales? Lo mismo podríamos preguntarnos respecto de toda experiencia en los dispositivos audiovisuales. Atribuimos a las pantallas una suerte de magnetismo, un poder de atracción irresistible y enigmático. El niño que mira videos o juega videojuegos, el adulto ocupado en las redes sociales -mirando videos, leyendo chismes o noticias, interactuando- se muestran igualmente replegados del entorno, cooptados por el escenario virtual. Esto, tan cotidiano y tan enigmático, tan propio y tan ajeno, no admite lecturas simples ni lugares comunes.
Es cierto, los dispositivos virtuales tienden cada vez más a la sumersión del sujeto en vivencias totales que clausuran toda ligazón con aquello que les sea exterior. Pero sabemos que no es necesario un metaverso que capture todos nuestros sentidos para que quedemos absolutamente inmersos en el dispositivo virtual: todo en los dispositivos tiende hacia ello, se trate de redes sociales, videos, juegos, etc. Por otro lado, en cuanto a los juegos virtuales, el avance tecnológico produce juegos cada vez más realistas, con escenarios complejos y floridos que tienen un alto impacto audiovisual. Sin embargo, el poder inmersivo de los juegos virtuales no parece depender -no exclusivamente- de su potencia estética, ya que juegos con gráficos y escenarios simples y rudimentarios producen un efecto similar.

Más intentamos aproximarnos a una lectura de las vivencias inmersivas, más se nos escabulle la cuestión. De todos modos, creo poder asir un elemento no menor que es común a todas las vivencias en dispositivos virtuales: sea lo que sea que haga un niño o un adulto frente a una pantalla, en cualquier caso establece una relación inmediata y privada con el escenario virtual. Ingresar en un dispositivo virtual es ingresar en un espacio definido por la clausura y en un tiempo definido por la inmediatez.
En este punto, la inmersividad no parece ser un efecto -colateral o deliberado- de los dispositivos virtuales sino más bien su naturaleza. ¿Qué nos conmina, por ejemplo, a abrir un celular en un espacio público, sino cierta compulsión a sumergirnos en un espacio privado bien a resguardo de perturbaciones exteriores? Buscamos recluirnos en un espacio virtual que carece de superficie de contacto con el exterior, un espacio que invisibilza al otro y nos inmuniza de él. La lenta sustitución de dispositivo fijos y potencialmente compartibles por dispositivos móviles privados da clara cuenta de ello: la imagen naif de la familia reunida frente al televisor ha dejado su lugar a una escena en que cada miembro de la familia se halla inmerso en su propio dispositivo. Cada cual en su propia escena, ya no hay lucha ni negociación por el control remoto.   

Claro que la cuestión no es tan simple. La sumersión en el espacio virtual nos resguarda de la presencia agobiante del otro, sí, pero también de una soledad no menos sofocante. Por un lado, porque se suele recurrir a las pantallas para evitar estar “a solas con uno mismo”, expresión de uso corriente que dice bien el desdoblamiento psíquico que la soledad pone de manifiesto. Y es que nunca estamos verdaderamente a solas, sino más bien confrontados en soledad con esa ajenidad que nos habita. Ello piensa, piensa compulsivamente, piensa sin parar, piensa pensamientos que son propios pero también perturbadoramente ajenos, pensamientos que nos conciernen pero cuya propiedad no podemos reclamar. ¿Cuántos pacientes adultos que transcurrieron en soledad la etapa más estricta del aislamiento por la pandemia de covid-19 referían el carácter tortuoso de esta confrontación con los propios pensamientos? La sumersión en el espacio virtual suele ahuyentar los espectros que habitan la soledad.
Por otro lado, en el espacio virtual también interactuamos con otros. En este punto, sería importante subrayar la diferencia sustancial que existe entre los juegos en red -que otorgan un lugar al otro como rival o compañero de juego- y aquellos que sólo se pueden jugar en solitario. Durante la pandemia de Covid-19, algunos padres me decían, en tono cómico y a la vez resignado, que el aislamiento les había quitado un importante medio de castigo y de presión, ya que dejar a sus hijos sin jugar juegos virtuales en red equivalía a aislarlos socialmente. Y es que los escenarios virtuales de los juegos en red habían devenido el único espacio de encuentro entre pares. Durante el primer año de pandemia, el espacio virtual tuvo la función de socialización con pares, un espacio en el que se construyeron y se sostuvieron los lazos con otros niños (6).

Pero, además, jugar “contra la máquina” es bien diferente a jugar contra otro humano. En el primer caso, el adversario se mueve según líneas mecánicamente repetitivas y el juego consiste en descifrarlas, recorrer los mismos trayectos una y otra vez hasta hallar el modo (preestablecido) de sortear el obstáculo y ser capaz de ejecutarlo para pasar a otro nivel que nos presentará un desafío similar pero un tanto más complejo. Bien diferente resultan las cosas cuando el adversario es otro niño, porque el desciframiento resulta en el límite imposible. A fin de cuentas, si logramos leer las modalidades más o menos fijas con que el otro juega, es probable que las modifique al tiempo que su capacidad para asir nuestro modo de jugar nos conmine a modificarlo. La plasticidad del adversario es también la nuestra, las posibilidades de invención se ensanchan y en su seno surge el estilo personal, ese modo único de jugar con los recursos que el juego dispone: como sucede en cualquier juego (game) clásico (juegos de mesa y deportes).   
Ahora bien, ¿qué modo particular de la presencia instauran los dispositivos virtuales? ¿Qué modalidad de contacto con el otro? En los primeros meses de aislamiento social por la pandemia de Covid-19, no dejaba de resultarme curioso despedir con un “te extraño” a gente querida a quienes estaba viendo y oyendo en ese mismo momento a través de la pantalla. ¿Qué cualidad, pues, asume el otro en el espacio virtual, ese otro cuya imagen y voz se nos presentifica en la pantalla y que sin embargo añoramos como ausente, ese otro próximo y al mismo tiempo inalcanzable? Acaso esa combinación de proximidad e inaccesibilidad trace los contornos de la particular cualidad de la presencia que instauran los dispositivos virtuales. La proximidad instaura algún contacto, la inaccesibilidad instaura una distancia insalvable que nos hace sentir la ausencia, pero también nos inmuniza del otro. Finalmente, en el espacio virtual, puedo hacer desaparecer al otro con un movimiento de pulgar. El otro del espacio virtual, ese otro sin cuerpo, presente y ausente al mismo tiempo, es sin dudas un otro plausible de ser despojado de su otredad. Podemos preguntarnos si es posible que la confrontación con la alteridad transcurra sin la proximidad del cuerpo del otro, o tal vez, más moderadamente, qué estatuto podría tener la otredad en el espacio virtual. Como sea, el cuerpo próximo insiste, nos conmina a hacer algo con ese otro a quien no podemos suprimir con un click.
Los dispositivos virtuales nos sumergen en una particular experiencia del espacio y del otro, pero también del tiempo. En ellos, las imágenes, secuencias, palabras nos llegan como un flujo continuo, sin cortes, sin escansiones. En una cultura en que la relación del sujeto con los objetos está definida por la lógica del consumo, la inmediatez parecería ser la marca distintiva de la experiencia del tiempo. Los rodeos e intervalos se han vuelto cada vez más insoportables y la ansiedad se ha vuelto predominante entre las consultas que recibimos, sobre todo en niños, donde escuchamos las dificultades para tolerar suspensiones. La maquinaria no puede parar. Y en muchos casos los niños se sumergen en las vivencias audiovisuales a fin de rellenar los intersticios inevitables de la vida cotidiana y evitar ese vacío habitado por el tedio. El punto es que, precisamente, es en la quietud amenazada o conquistada por el aburrimiento que suelen gestarse la invención y el juego creativo.
Siempre a mano para cuando hagan falta, siempre disponibles cuando algún intervalo se cierne sobre la cotidianeidad, los dispositivos audiovisuales nos someten a un bombardeo constante que suprime hiatos y nos guarece de las esperas. Hace un tiempo les propuse a mis hijos ver la película Bambi (la primera película que yo había visto en el cine cuando era niño). Allí, al comienzo, fiel al espíritu de la época, nada más que los créditos acompañados por música, apenas palabras y sonidos, sin que nada suceda. A los pocos segundos la crispación asaltó a los niños, exasperados me espetaban que era muy aburrido, que no pasaba nada, que adelante esa parte de la película. Hace algunas décadas, la mayoría de las películas comenzaban del mismo modo que Bambi. Actualmente, la acción comienza desde el comienzo, la tensión dramática se instala ya en la primera escena, preferentemente de modo intenso y atrapante. Y que nunca decaiga, que el flujo de estímulos nunca se detenga. En el cine actual para niños, me resulta cada vez más notorio el ritmo frenético de la trama y el cuidadoso evitamiento de ralentizaciones que serían francamente insoportables para los espectadores: todo blanco debe ser rellenado de algún modo (7).

La potencia inmersiva de los dispositivos virtuales se sostiene, en buena medida, en la oferta infinita que nos retiene frente a la pantalla, que nos atrapa y no nos suelta. Para el sujeto contemporáneo, en busca de una relación inmediata con objetos reemplazables que se suceden unos a otros, siempre hay algo más para ver o para hacer en la pantalla. A fin de cuentas, como se señala en el extraordinario documental de Netflix “El dilema de las redes sociales”, nuestro tiempo de atención frente a la pantalla es el producto que las plataformas venden a sus clientes.

Frente a los dispositivos audiovisuales, entonces, niños y adultos habitamos un tiempo plano y sin cortes; pero es precisamente en los cortes, en los intervalos, que se sitúa la posibilidad de elaborar psíquicamente aquello que nos adviene. La elaboración psíquica requiere una distancia mínima, ergo algún grado de detención o de suspensión de la vivencia. Y, sin violentar demasiado términos que provienen de tradiciones intelectuales bien diferentes, pienso que procesar psíquicamente aquello que de algún modo nos afecta, abre la posibilidad de hacer una experiencia de ello.  El bombardeo audiovisual continuo anula la posibilidad de que se abra una grieta en cuyo seno el niño pueda elaborar psíquicamente aquello que le adviene. Permanece así replegado del mundo pero constreñido como sujeto, enteramente sumergido en un territorio virtual en cuya entrada ha debido despojarse en buena medida de su capacidad de simbolización.

El cuerpo del otro

En este punto, la presencia del cuerpo del otro frente a la pantalla tiene la potencia para fracturar la espacialidad hermética y el tiempo continuo que imperan en el espacio virtual. El otro-cuerpo propicia una apertura del espacio, triangula los puntos de referencia, con lo cual impide la clausura a la vez que instaura cortes en el tiempo en cuyo seno es posible hacer alguna experiencia. Aunque ambos estén en silencio miranda la pantalla, ya no es posible ignorar la presencia del otro. Cualquier padre sabe que, por regla general, basta aproximarse a la pantalla frente a (dentro de) la cual se halla su hijo para que comience algún intercambio, por mínimo y silencioso que sea, que extrae al niño de la captura en el espacio virtual. El punto es que, en muchas ocasiones, el adulto enchufa al niño el dispositivo audiovisual justamente para evitar sus ruidosas demandas, o bien para abortar la posibilidad de un despliegue lúdico que perturbe el espacio compartido. Y además, como he señalado, creo que a los adultos les resulta cada vez más difícil desterritorializarse, salirse de las coordenadas del mundo adulto para ingresar en la lógica infantil. Con todo, y sin pretender ingresar en el escarpado terreno de los consejos para padres, me parece importante que exista cierta presencia no intrusiva del adulto cuando el niño se halla solo frente a un dispositivo audiovisual. La presencia del otro sustrae al niño de la relación inmediata y hermética con la pantalla, de la sumersión total en el espacio virtual, introduciendo una apertura del espacio y saltos en el continuum temporal.

Pienso, en suma, que cuando un niño se halla inmerso en un juego virtual solitario la presencia del otro produce una diferencia sustancial, se trate de un adulto que acompañe o juegue con el niño, se trate de otro(s) niño(s) con quien(es) se intercambie y/o se alterne en el comando del juego. La presencia del otro frente a la misma pantalla fractura la espacialidad hermética  y el tiempo continuo propio de los dispositivos virtuales, abriendo hiatos al interior de los cuales puede suceder algún trabajo psíquico sobre aquello que sucede en el espacio virtual. Sabemos perfectamente que, en general, cuando el adulto ofrece algún tiempo para ello los niños suelen aceptar el convite, y entonces comentan, explican, divagan, preguntan, fantasean en torno al juego solitario que están jugando. De otro modo, el niño queda sometido a estímulos audiovisuales que no le dejan nada; puede estar jugando varias horas frente a un dispositivo sin darse cuenta de qué sucedió y sin acordarse nada de lo que hizo (lo cual no tiene nada que ver con la memoria como función sino con la posibilidad de inscripción de una experiencia significativa).            
Desde esta perspectiva, existe una gran diferencia entre jugar en red y jugar juegos virtuales con otro(s) en el mismo espacio físico, poco importa que ambos niños jueguen simultánea o alternadamente. Cuando el niño juega con el otro la misma partida (modo multijugador) como rival o como compañero de equipo, ese otro cuyo cuerpo gravita a su lado no se deja reducir al personaje virtual. Tiene, por así decir, una doble inscripción: está ahí, en la pantalla como rival o compañero, pero al mismo tiempo es un amigo y su grito, su fastidio, enojo, provocaciones y respiración no pueden ser ignoradas ni reducidas al personaje del juego. El otro persiste ahí como una presencia inquietante a su lado, aun cuando está observando y opinando a la espera de su turno en un juego solitario.

Todo sucede como si la proximidad de los cuerpos volviera al otro más tangible; acaso un contacto genuino con la otredad requiera de algún modo la presencia del cuerpo del otro. Y el término castellano pantalla, tanto como el screen inglés y el écran francés, provienen de “protección”: en su origen, las pantallas son dispositivos protectores, y tal vez no sea casual que se haya elegido precisamente este término para referir a los dispositivos audiovisuales. En efecto, las pantallas nos resguardan y nos inmunizan del otro al ofrecernos un otro sin cuerpo, intangible, un otro que ha sido despojado de su otredad, un otro con quien por ende es posible ensañarse hasta el paroxismo. Y es que la proximidad del cuerpo del otro -las muecas de su rostro, la postura de su cuerpo que puede acercarse o alejarse, su voz que invade el espacio, su mirada enigmática, su respiración, su olor, la posibilidad de tocarlo o de dañarlo, la posibilidad de que me toque o me dañe- tiene un potencial para modular la agresividad de que los contactos virtuales carecen. Por este motivo los intercambios virtuales suelen exudar una violencia y una crueldad descarnadas que la proximidad del cuerpo del otro inhibe.

En “Las estructuras elementales del parentesco”, Levi Strauss refiere a los rituales con que las diferentes culturas se las arreglan con la presencia del extraño. Entre ellos, dedica unas bellísimas páginas a aquello que sucede en ciertos restaurantes baratos del sur de Francia, donde “dos extraños se enfrentan a menos de un metro de distancia a ambos lados de la mesa” (8). El intercambio sucede aquí a través del vino, servido en jarras que pueden “contener a lo sumo un vaso; este contenido se volcará no en el vaso del propietario sino en el de su vecino, y este cumplirá enseguida su gesto correspondiente de reciprocidad.”(9) Este sencillo ritual mitiga la inquietud por la proximidad del cuerpo del extraño y, como escribe Levi Strauss, “sustituye la yuxtaposición por un vínculo”. (10)

La cuestión que da origen al ritual es, precisamente, la yuxtaposición, vale decir la perturbadora proximidad del cuerpo del otro en un mismo espacio, la cual conmina al sujeto a hacer algo con ello. Lo mismo sucede cuando nos encontramos con un extraño en un ascensor: la yuxtaposición con el otro en ese reducido espacio y el tiempo ralentizado, casi suspendido, torna el silencio viscoso y suele empujarnos a hablar -como si se tratara de un ritual social nunca explicitado, hablamos generalmente del clima: ¡qué calor!, parece que va a llover, esta semana vuelve el frío.  
En suma, en lo que concierne estrictamente al lazo con el otro, ¿existe alguna diferencia sustancial entre invitar a un amigo a jugar a los soldaditos, al fútbol o al FIFA? Cuando los niños invitan a otros niños a jugar a su casa -sean juegos clásicos o juegos virtuales-, se instala un enclave exogámico en el seno mismo de lo familiar. En su notable texto “Breve ensayo sobre la naturaleza del amigo” (11), Ricardo Rodulfo plantea que el amigo es de la misma hechura que el objeto transicional, un interior-exterior, un familiar-extraño que como familiar nos protege de las inclemencias del mundo exterior y como extranjero nos protege de las inclemencias de lo familiar. En este sentido, si cuando un niño juega en red permanece sujeto a las tensiones, admoniciones y solicitaciones de lo familiar, al invitar a un amigo a su casa crea un espacio lúdico mínimamente al abrigo del adulto, un territorio exogámico en el corazón de lo familiar donde impera otra lógica y otros códigos (intrageneracionales). Y si el adulto no habilita esta posibilidad, si los niños no pueden apropiarse mínimamente de algún modo del espacio, la visita se torna aburrida y los niños desisten de ir a esa casa donde “no se puede hacer nada”.

Los juegos virtuales constituyen una porción importante de las experiencias lúdicas de los niños actuales, con lo cual es necesario abrir una discusión al respecto en psicoanálisis. Tres obstáculos han obstruido hasta aquí una teorización más profunda de los juegos virtuales en nuestro campo: en primer lugar, una relación idílica con el play, fascinación con el origen que deviene inmovilidad del tiempo; en segundo lugar, el dogmatismo, inercia de lo sabido devenido verdad universal e inamovible; en tercer lugar, una moral de tiente conservador para la cual lo novedoso es desvío aberrante. Tres obstáculos que son el mismo: la adherencia a un puñado de verdades universales y definitivas cifradas en el origen (y descifradas algunas décadas después) e identificadas con el Bien. De este modo, el psicoanálisis queda por fuera del tiempo y el psicoanalista por fuera de su tiempo.    

Notas 

(1) Fernández Miranda, J. (2019). Impacientes. Ensayo psicoanalítico sobre la ansiedad. En El trabajo de lo ficcional. Problemáticas actuales en clínica psicoanalítica con niños. Letra viva, Buenos Aires, pp 27-58.

(2) Habría que evitar aquí frases rimbombantes y efectistas del tipo "los niños actuales ya no juegan", así como cualquier otra sentencia que suponga que los juegos virtuales han suplantado a los juegos clásicos. Los niños siguen jugando con juguetes y los más pequeños suelen hacerlo asiduamente -en casa, en el jardín o en el consultorio.

(3) Fernández Miranda, J. (2019). Impacientes. Ensayo psicoanalítico sobre la ansiedad. En El trabajo de lo ficcional. Problemáticas actuales en clínica psicoanalítica con niños. Op. cit.

(4) Winnicott, D. W. (1958). La capacidad para estar solo, en Los procesos de maduración y el ambiente facilitador. Paidós, Buenos Aires, 2007, p 43. 

(5) Freud, S. (1930), El malestar en la cultura. En Obras Completas, Tomo XXI, Buenos Aires, Amorrortu, 2004, p 120.

(6) En Argentina, durante el año 2020, dos juegos en red (“Fortnite” y “Among Us”) fueron los juegos más jugados por los niños.

(7) Es menester aclarar que no intento establecer una relación de causa-efecto del tipo “la industria del entretenimiento produce una relación ansiosa con el objeto libidinal”, o bien, por el contrario, “la industria ajusta su oferta a una demanda preexistente, adaptándose a niños cada vez más ansiosos”. Tomando distancia tanto de psicologismos como de sociologismos, creo que sería más interesante partir del hecho de que, en cada época, existe un isomorfismo entre la lógica de los dispositivos de subjetivación de la cultura y los modos predominantes del malestar psíquico.

(8) Lévi-Strauss, C. (1949). Las estructuras elementales del parentesco. Barcelona, Planeta, 1993, p 98.

(9) Ídem.

(10) Op. cit., p 99-

(11) Rodulfo, R. (2017). Breve ensayo sobre la naturaleza del amigo. En Ensayos sobre el amor en tiempos digitales. Dominios sin dueño. Buenos Aires. Paidós. 2017, pp. 111-130.

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