Hasta hace unos meses atrás, cuando llegaba al consultorio, me preguntaba en qué devendría ese pequeño territorio para cada niño o niña que cruzaba el umbral. Lugar para dejar sus huellas en las paredes, los restos del sacapuntas, la plasticola que se quedó adherida al escritorio, un dibujo secándose en la cocina, el baño donde quedó encerrado un monstruo, el placard donde se perdió una carta, el muñeco que no aceptó quedar encerrado nuevamente en la caja, el robot que se armó y que no debe ser destruido, el muerto que no se pudo duelar y reapareció como zombie, el rompecabezas que requiere de varios encuentros para resolverse y por ende debe guardarse una y otra vez en un lugar seguro, el juego de ajedrez que se detuvo justo ante el riesgo inminente del jaque mate; todos constituyen los vestigios que van quedando de esos encuentros.
El contexto de pandemia que estamos atravesando hizo que tuviéramos que repensar como armar ese espacio de juego que requiere de la presencia de los cuerpos y de algunos objetos que hagan de soporte. Así, tuvimos que lanzarnos a inventar en el territorio inexplorado de las pantallas y al modo de un juego de realidad virtual, encuentros posibles: probar comida que nos pasaba una cuchara imaginaria, pagar acercando papelitos a la pantalla que del otro lado eran recibidos por el gesto del niño, disputarnos partidas online de ludo y ajedrez; o jugar a la escondida apagando la cámara.
Y así las transformaciones se suceden, una y otra vez, en el encuentro de cuerpos que el jugar requiere. No vale decir “estoy cansada” o “yo a eso no juego”. No vale estar distraída en otra cosa y no vale descontarse, esa es la contraindicación por excelencia, así que el cuerpo del analista está allí, convocado a la aventura y como en Jumanji, cuando los dados están en el aire, no sabemos realmente que sorpresa nos deparará la partida.
Abrimos la puerta para ir a jugar- aunque esa apuesta sea hoy el botón del zoom que nos reúne en la pantalla- sostenidos por un lazo imperceptible y potente, soportados en la voz y la mirada; y en esa apuesta, instauramos las condiciones de posibilidad para que el aparato del jugar lleve a cabo su cometido: elaborar lo traumático, transitar los destinos de la pulsión, encontrar las trazas del encuentro con el deseo del Otro, sortear los miedos, habilitar los tiempos de constitución del fantasma o las transformaciones lógicas de la fantasía. Estamos allí, pero no dirigimos el juego, no somos los artífices de la transformación, sino que en tanto consentimos a ser tomados en la transferencia, la operación analítica se abre como posibilidad. Consentir no significa pasividad, tampoco no introducir variaciones en la escena. Consentir implica saber leer el lugar al que el niño responde en la estructura para poder confiar en que no se trata de buscar el testimonio verbal, sino que en el jugar mismo se van a precipitar las coordenadas del lugar del sujeto, los significantes que lo sobornan, qué objeto es para el Otro. Entonces, es en ese encuentro de cuerpos, donde el juego hará de eslabón, donde el jugar- como un significante no tan necio- propiciará las mutaciones que pondrán a discurrir los tiempos de la subjetivación.
Hay en el jugar un gesto político y ético que no debe ser omitido. Para Freud, soñar, jugar y valerse del humor eran modos de hacer con los infortunios de la vida. Freud toma al poeta Novalis quien afirma que el soñar va en contra de la monotonía de la vida y esta hunde sus raíces en el jugar. El chiste mismo nace del jugar con la lengua materna. El disparate, propio del decir infantil, se caracteriza por poner en escena el sinsentido y por ello Freud designa al juego como “la infancia de la razón” (1905,162). La belleza con la que Freud expresa el nexo estrecho entre lo inconsciente, el juego y lo infantil, no deja de sorprender. Dice
Es que lo infantil es la fuente de lo inconciente, y los procesos del pensar inconciente no son sino los que en la primera infancia se establecieron en forma única y exclusiva. El pensamiento que a los fines de la formación del chiste se zambulle en lo inconciente sólo busca allí el viejo almácigo que antaño fue el solar del juego con palabras. (Freud 1905, 163)
El aparato del jugar anuda, tempranamente, cuerpo e inconsciente. Y más aún, su función es crucial en la medida en que dará lugar a la fantasía. Freud afirma que no se renuncia al placer de jugar, sino que solo se lo troca por el fantasear. En “El creador literario y el fantaseo” (1908), se pregunta si no deberíamos buscar en el niño las primeras huellas del quehacer poético (Freud 1908, 127) ya que el niño, en el juego, se comporta como el poeta: crea un mundo propio donde inserta las cosas que le agradan. Freud advierte que el niño toma muy en serio su juego y que emplea en él grandes montos de afecto. Destaca que “lo opuesto al juego, no es la seriedad sino…la realidad efectiva” (Freud 1908, 127) Pasa de interrogar el juego en el niño para decir finalmente que la poesía hunde sus raíces en el jugar infantil, puesto que “el poeta hace lo mismo que el niño que juega: crea un mundo de fantasía al que toma muy en serio, vale decir, lo dota de grandes montos de afecto, al tiempo que lo separa tajantemente de la realidad efectiva.”
En este texto además, Freud deriva al humor de esta capacidad de jugar. Sabemos el valor conferido a este recurso. Freud eleva al humor al estatuto de una respuesta digna, en la medida en que nos permite hacer con los infortunios de la vida.
La escena lúdica, se apuntala en figuras de la realidad. Pequeños objetos que vía el “dale que”, devienen “otra cosa”, dado que las permutaciones son posibles por la incidencia de lo simbólico. El niño, peirciano por estructura, sabe que no hay una correspondencia directa entre el objeto y el nombre, lo sabe más que el adulto, por ello una cuchara puede ser una bombilla, una piedrita una gema, una pelota una bomba. Pero la escena lúdica no siempre se sostiene, de hecho encuentra su límite en la irrupción de un real que concierne a la estructura misma. En el momento en que sus bordes se desdibujan, el niño se ve precisado a preguntar “¿es de verdad o de jugando?”, porque si no es “de jugando”, probablemente la angustia invada y quede al descubierto la fragmentación de la escena. El fuera de juego de la angustia, pone en evidencia lo real que, el entramado simbólico- imaginario del juego, vela. La angustia como signo de lo real, como afecto que no engaña introduce el factor traumático, que en términos freudianos, quedará cernido por el factor económico.
Como en la insistencia infantil, les propongo un “otra vez”, alrededor del juego, su función en la estructura y su especificidad. Para ello, voy a remitirme a la clase del 19 de mayo de 1965, donde Lacan se ocupa extensamente del juego. De hecho comienza la clase haciendo referencia al juego de “Piedra, papel y tijera” para hacer una analogía. Parte de esos tres términos y señala que se puede jugar indefinidamente, pero además destaca una relación específica entre ellos, es decir una regla. Los otros tres términos de los que se viene ocupando son: el saber, el sujeto y el sexo. La pregunta respecto al saber se formula bajo la forma “¿qué sabe?”; del sujeto dirá que se trata del “sujeto de la certeza de lo imposible” y al sexo lo definirá como “imposible de saber”. El juego será leído a la luz de las relaciones entre estos tres términos. Si hay algo de lo que no se quiere saber es de la realidad sexual del inconsciente. En el sujeto infantil, ese punto se articula directamente al malentendido de goce entre los dos que lo antecedieron, en tanto él mismo como objeto, es el resultado de esa operación. Constitución radical- dirá Lacan- que conlleva al horror al saber. Ahora bien, ¿Qué es el juego? ¿Quién juega? ¿Qué se juega? Lacan lanza una pregunta al auditorio: “¿quieren que hoy se juegue? (…) Yo no digo: ¿quieren ustedes jugar conmigo? Porque después de todo desde donde yo hablo como analista, jugar conmigo no dice con quien se juega.” (Lacan 1964-65, 142) El juego se especifica por estar soportado en una regla, regla que da cuenta nada más y nada menos que de lo imposible, de algo excluido y que en tanto tal, da las condiciones al jugar. Real que interviene en la estructura, en la medida en que el jugar concierne al significante, pero sobre todo a lo real: el objeto a. La relación del sujeto con el saber- en el juego- se caracteriza por la espera. En el juego, “el sujeto espera su lugar en el saber” (1964-65, 143) ¿De qué saber se trata? En el sujeto infantil, el saber del que se trata atañe a la verdad de la pareja parental y por ende, a su lugar en la fantasía del Otro porque “el jugador se sabe él mismo el deyecto de algo que se ha jugado en otra parte, otra parte a todo riesgo, otra parte desde donde él ha caído, del deseo de sus padres” (1964-65, 144) Entonces el juego establece la relación de un sujeto a un saber y es “la forma propicia, ejemplar, aislante, aislable, de la posición del deseo” (1964-65, 144) El deseo se verifica en la apuesta, “apuesta de ese a, que es el ser jugador, en el intervalo de un sujeto dividido entre su falta y su saber” (1964-65, 144)
Se juega entonces, ese objeto que soy para el Otro. Por eso Lacan dirá que “el juego es un fantasma tornado inofensivo y conservado en su estructura” (1964-65, 145) El fin de análisis implica la destitución subjetiva que permite leer que objeto fuimos para el Otro, destitución sin la cual la función del semblante no es posible.
El cuerpo se hace jugando. Ese movimiento de báscula entre lo impropio que el cuerpo porta desde la ajenidad más radical y la posibilidad de tener un cuerpo. En “Joyce, el síntoma II”, Lacan viene hablando del cuerpo y más específicamente de qué es tener un cuerpo. Se pregunta ¿qué entendemos por “tener”? y afirma que tener es poder hacer con lo que se tiene “algo”. (Lacan 1979, 10) Tener implica entonces poder valerse del cuerpo como instrumento, hacer con ese cuerpo. Jugar es hacer con lo real, es poder hacer con lo que se tiene algo, es hacer entrar al cuerpo en la escena lúdica para que vía el anudamiento de lo imaginario, lo simbólico y lo real, el ciframiento de goce sea posible. Eso abre a la posibilidad del semblante como elemento esencial del lazo social. Si el semblante está hecho de objeto a, si el objeto a nace de la operatoria propia del Fort- Da- del juego inaugural con los significantes que fundan el campo del Otro, el sujeto dividido y al objeto mismo- podemos considerar al semblante heredero genuino del jugar.
Hace a la posición del analista en la clínica con niños, configurar ese espacio transicional donde se pueda instaurar el sujeto supuesto jugar, pero es también inherente a su función introducir alguna equivocidad para que la partida pueda tener otros desenlaces. El juego- dirá Lacan- es lo opuesto al riesgo. El juego se articula a lo inesperado y entonces el deseo del analista introduce la suprema “complicidad abierta a la sorpresa” (1964-65, 147). Sorpresa que habilita en la diacronía de la repetición de lo idéntico, la posibilidad de alguna diferencia. Hacer las veces del objeto a, no es más que jugar con los semblantes, otro modo de saber hacer con lo real.
Bibliografía
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