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Número 14 - Noviembre 2020
Versiones contemporáneas del "desasimiento" en adolescentes
Silvina Ferreira dos Santos

«Este es mi territorio y es maravilloso.
Lo que elijo, lo que hago, define quien soy.
Confío en mis riquezas,
en la libertad de elegir lo que aquí acontezca.
Soy soberana de mi territorio».

(Raquel Cané, Nina)

¿Conceptos en problemas?

Retratar las adolescencias contemporáneas es todo un problema. Su heterogeneidad no puede ser plasmada en una única imagen, como lo fuera en otras épocas, por ejemplo, con la figura del “adolescente rebelde, taciturno, confrontativo con el mundo de los adultos, encerrado en la soledad de su cuarto o de su grupo”. Tal vez el collage nos resulte un recurso válido para plasmar ese conglomerado de retazos parciales, sueltos y poco coherentes entre sí que representa a las adolescencias actuales.

Si bien la pluralización del concepto ya era una tendencia (Sternbach, 2006), la profundización atroz de algunas diferencias e inequidades (1) se agudizó a punto tal de que las problemáticas en adolescentes resultan poco comunes a todos, sino más bien endémicas a determinados sectores. Generalizar resulta un imposible, habrá que pensar y diseñar intervenciones más desde una sintonía fina. Por ende cabe especificar que los interrogantes y líneas de pensamiento compartidas en este derrotero tienen como referencia el trabajo clínico con adolescentes en consulta privada o bien en talleres ofrecidos en escuelas en ciudad de Buenos Aires. Adolescentes para los cuales aún es posible hacer uso de esta etapa vital como moratoria psicosexual para reorganizarse subjetivamente. Para tantos otros, en cambio, arrojados a un descarnado desamparo, desde los social, aún se les adeuda tal derecho vital.

Quisiera retomar un planteo de S. Bleichmar como punto de partida para intentar revisionar  “el desasimiento de la autoridad parental” propuesto, por primera vez por Freud (1905) en “Metamorfosis de la pubertad” y no en “La novela familiar del neurótico” (1909) como se suele insistir. No se trata tampoco de uno de los tantos agregados que tiene “Tres ensayos de teoría sexual”, simplemente es allí donde introduce Freud su aporte. Aclarada la “impertinencia”, muchas veces señalada de la cita, retomo  la línea asociativa que estaba planteando.
Considero el devenir adolescente como un manojo de operatorias necesarias y complejas a realizar para que se produzca un reposicionamiento subjetivo, forzado en lo psíquico, por el acontecimiento puberal. Entre la “producción de subjetividad” ligada a variantes socio históricas y la constitución psíquica que trasciende la mutabilidad epocal (S. Bleichmar, 1999), se  producirá el trabajo psíquico adolescente.

Planteada la cuestión así, en términos de articulación entre lo intrapsíquico, lo intersubjetivo y lo sociohistórico, resultan inevitables las tensiones en nuestros andamiajes conceptuales. Si se producen cambios, si las versiones subjetivas son otras, ¿los conceptos con los que pensamos el devenir adolescente, surgidos en otros contextos epocales, conservan su vigencia? Pregunta inquietante pero que también nos pone a trabajar a los analistas lejos de la religiosidad con la que algunos sostienen marcos teóricos de referencia como si fueran inmunes a lo epocal o bien como si no pudieran perder eficacia operacional en la clínica. Comparto el planteo que L. Hornstein (2015) sostiene,  “el psicoanálisis es contemporáneo de sí mismo o no es más que una liturgia” (p. 175) y para ello no deberá estar desconectado de la realidad ni hacer oídos sordos al diálogo con otros saberes.

¿Autoridad instituida o construida?

Antes de ocuparme del trabajo de “desasimiento de la autoridad parental” (Freud, 1905) quisiera hacer algunos señalamientos respecto al primer tiempo lógico que tal operatoria supone: el “asimiento infantil a la autoridad parental”.
Pero ¿qué entendemos por autoridad parental? En el contexto socio histórico freudiano, los adultos, especialmente los padres, condensaba la autoridad, transformándose en figuras centrales y significativas afectivamente para un niño. En esos vínculos primarios y luego, por desplazamiento a otros, secundarios, se producía el entramado y complejización psíquica. ¿ Se sostiene tal monopolio adultocéntrico en la producción de las infancias contemporáneas? Pareciera que no.

La subjetivación de los niños se produce en una multiplicidad de espacios suplementarios desde muy temprana edad: lo familiar, lo escolar, lo virtual, lo ficcional y los pares (Rodulfo, 2103). ¿Aún podemos pensar que esas otras instancias subjetivantes funcionan sólo como “sustitución” o “representantes” de las figuras originarias? ¿Todo vínculo posterior con una figura adulta es sólo repetición de clisés o modelos primarios necesariamente? ¿Cómo ubicamos en nuestras teorías lo inédito que un vínculo pueda tener para un niño? Si además, consideramos que la familia nuclear resulta casi una especie en extinción, se presentan familiaridades de lo más variadas y nuevas formas de ejercicio de la parentalidad, podemos sostener que se va haciendo más rizomático el asimiento de referencias de un niño para subjetivarse, como así también, diferente lo que arma en cada uno de esos espacios. Entonces, no resulta tan sencillo ni tan lineal pensar el desasimiento como una operatoria en relación sólo a lo parental, ni tampoco tan circunscrita a la adolescencia, cuando observamos niños menos dóciles, rebeldes, más despiertos e irreverentes, más dispuestos a cuestionar y preguntar.

Designar tales referencias subjetivantes como “autoridad” muestra a las claras la marca del contexto de su época en las teorizaciones freudianas. Tal centralidad de lo familiar y, en especial de los padres (aunque en realidad del padre), remite a un mundo social que ya no es tal,  lo cual tendrá efecto en los precipitados psíquicos que se produzcan. En la modernidad sólida, el engranaje simbólico institucional operaba como un ordenador que instituía lugares y funciones, formateando de modo estable los vínculos. Los “mayores” (padres, maestros, médicos, etc. ), dueños de estabilidad, madurez, saber, capacidad y, su tutela amparante, formaban parte del paradigma con el que se pensaba a una infancia ingenua y frágil. Pero al agotarse la capacidad instituyente de las instituciones, esa regulación tipificada y verticalista de los intercambios cae y se abre un escenario de dispersión y contingencia en la que los lazos requieren ser construidos o producidos “entre” los agentes. “En un medio fluido, cualquier conexión tiene que ser muy cuidada, no se sostiene en instituciones sino en operaciones, no tiene garantías; más bien exige un trabajo permanente de cuidado de los vínculos” (I. Lewkowicz, 2004, p. 111). Sin referencias ciertas, estipuladas de antemano, las configuraciones vinculares son producidas de modo artesanal. Más que nunca la vivencia de familiaridad hoy no decanta necesariamente de los lazos de parentesco, ni de los sanguíneos, incluye a otros que, por elección, devienen significativos y parte de lo familiar.

Esos viejos modelos de ejercicio de la autoridad, añorados muchas veces por los padres, encontraban en la imposición, el impartir respeto generando miedo y el sometimiento, sus recursos verticalistas más eficaces. Pero estaban más cerca de formas abusivas de poder en nombre del “bien cuidar del niño” que de una asimetría estructurante,  posibilitadora de la  construcción de un sujeto ético, que como tal no puede desentenderse del respeto por la otredad, independientemente de su edad. Tal añoranza suele idealizar tiempos pasados que no necesariamente han sido mejores, pero tal vez les ofrezca aún a los padres fórmulas estereotipadas de autoridad que los salvaguarda de la desorientación y perplejidad que sienten ante una crianza más trabajosa que requiere de negociación y acuerdos, ante niños no tan dóciles ni ni tan desinformados. De modo invariante, lo cultural interdicta al promover la renuncia a los goces pulsionales pero, no obstante, la “moral de la época” ha sabido instituir, bajo la forma velada de normalidad, transgresiones. El maltrato físico era llamado correctivo o métodos de enseñanza y el dejar a un niño consumido en el consumo hoy es llamado felicidad.

El modo contemporáneo de armar asimétrica entre padres e hijos ya no sigue un modelo tan binario (mayores-menores, potencia-carencia, omnipotencia-impotencia) ni hace un uso oposicional verticalista de la disparidad cognitiva, operativa y estructural entre adultos y niños para sostenerse. Lo cual hace pensar engañosamente en una simetrización vincular que no es tal a mi modo de ver, simplemente se construye de otro modo. Aún el desvalimiento es inherente a la infancia, por lo tanto, la asimetría con potencia estructurante es condición necesaria para fundar la tópica psíquica, en su doble movimiento inscriptor, de apertura al deseo y de su interdicción (Bleichmar, 1999). Pensando en la línea de la constitución psíquica, “autoridad” remite a toda instancia amparante que cobija de posibles “angustias impensables”, hasta que domeñar lo interno y lo externo sea posible. El cuidar de un modo confiable que los padres prodigan posibilita la construcción de una capacidad para estar solo, cimiento de una autonomía psíquica a terminar de conquistar en la adolescencia, pensada en términos de interdependencia (Winnicott, 1963).

En los tiempos que corren, transformarse en una autoridad para un niño dependerá de la disponibilidad amorosa empática con la que ese adulto se ofrece en un trabajo conjunto más propio del “hacer con” que del “hacer en” que tanto ha invalidado la producción propia que un niño pueda ir haciendo acorde a sus posibilidades. Cuidar no implica desapropiar al niño de su capacidad para experienciar por sí mismo en manos de una arrogancia adulta de pretender constituirse, desde la omnipotencia, en causa de su existencia (Rodulfo, 2012). Planteo en sintonía con un paradigma de derechos que saca al niño de una sujeción a la condición de objeto, habilitando un decir propio y una autonomía progresiva y, en el cual el adulto oficia de garante o respaldo.

¿Desasimiento o deconstrucción?

Venimos asistiendo a un agotamiento de lo institucional y de una lógica binaria del pensar. Ese mundo de dicotomías opositivas, en constante tensión por tornarse una de ellas en hegemónica en desmedro de la otra,  está hoy en franca deconstrucción. ¿Cómo alojar lo divergente en ese mundo de tantas polaridades? Presencia-ausencia, femenino-masculino, público-privado,  mayores-menores, etc.  Son justamente los adolescentes quienes impulsan con fuerza tal desmantelamiento, introduciendo una lógica de lo complejo, abierta a lo diverso y lo múltiple, a la incertidumbre y a lo inacabado que ir teniendo un ir siendo experiencial a través del cual construir existenciarios singulares y fluidos.

En “Metamorfosis de la pubertad”, Freud (1905) señala que el “desasimiento de la autoridad parental” es uno de los logros psíquicos más importantes, pero también uno de los más dolorosos a producirse durante el devenir adolescente, el único que crea la oposición, tan importante para el progreso de la cultura, entre la nueva generación y la antigua.  Pero tal modo de pensar la transmisión generacional resulta inconsistente con la sociedad más prefigurativa que habitamos actualmente (Mead, 1971). Ya no se producen cambios paulatinos sino más bien transformaciones que acontecen por ruptura, generando mutaciones culturales, con el desanclaje referencial que ello produce entre las generaciones y el consecuente sentimiento de extranjeridad. Ya no se trata de asirse del poder hegemónico, desplazando lo anterior sino de instaurar el respeto por diferencialidad como horizonte epocal (Rodulfo, 2012). Son los jóvenes quienes más promueven tal deconstrucción de los muchos sistemas normativos imperantes sustentados en un supuesto ordenamiento binario como inherente a lo humano y, por ende,  inalterable. En la frase “enamorarse de una persona” tan oída entre los  adolescentes subyace una búsqueda de procesos singulares y variables respecto al género y la orientación sexual e identitaria que no pretende lograr coherencia unificante y que se producen entre lo social y lo individual (Lo Russo y Reid, 2020). 
Pese a la mutación cultural en curso, aún existen “bolsones de modernidad” (Diego Velázquez, 2011). Habitamos, entonces, “entre” lógicas culturales disímiles y seguramente, nuestra contemporaneidad con tal mutación aún no nos permite fotografiar con nitidez este escenario histórico ni sacar conclusiones más claras. 

Freud plantea el desasimiento como operatoria psíquica necesaria para trazar exogamia. En ese movimiento saliente de lo familiar, el adolescente encuentra un mundo heterogéneo, ambiguo e inconstante. Si las referencias ya no son tan claras, nítidas y delimitadas como antes, habrá mayores posibilidades de invención al ser menores las sujeciones, pero también se agudizan los sentimientos de soledad y desamparo. Siempre salir al mundo ha implicado correr riesgos, pero quizás el peor riesgo actual para los adolescentes es no correrlos (Fernández Mouján, 2020) y permanecer en la situación acomodaticia endogámica para evitar la angustia de lo que significa poner a prueba la propia capacidad para generarse un lugar en un mundo tan tambaleante y en el cual el riesgo de la exclusión parece bastante cierto. El abismal contraste entre la vida hiper consumista que viven algunos adolescentes y la escasez de oportunidades que encuentran en lo social para procurarse una vida así obstaculiza renuncias necesarias a estados de provisión plenos y se prolongan permanencias y posicionamientos infantiles. Correlativamente, algunos padres también usan el bienestar económico como una especie de soborno para impedir las salidas de sus hijos del hogar, postergando la propia resignación de anhelos y pretensiones narcisistas depositadas en el hijo.

El estilo confrontativo pareciera cosa del pasado, en parte porque los actuales padres, adolescentes durante la última dictadura, ejercen un estilo más democrático en los vínculos con sus hijos. Esos estilos de crianza han brindado mayores posibilidades de expresión subjetiva ya desde la infancia. Pero aquella confrontación más retratada en la bibliografía psicoanalítica parece sólo vigente en los casos de padres que por su rigidez se resisten a admitir esa inevitable obsolescencia vital de la que hablaba Gutton (1993) y persisten aún en ser necesarios y determinantes aún para sus hijos. El estilo confrontativo que el desasimiento tenga será proporcional a la rigidez del sistema familiar, pudiendo, ante su inquebrantabilidad, promover no pocas actuaciones. Las fugas adolescentes son un ejemplo de ello. Las autolesiones constituyen, muchas veces, intentos fallidos de desasimiento que intenta en las marcas reales del cuerpo hacer algún tipo de corte y descargar un dolor, imposible de tramitar representacionalmente en el ámbito psíquico y en lo intersubjetivo ( Kuras de Mauer y May, 2015).

También encontramos diversos modos confrontativos, algunos generan verdaderas revoluciones y reposicionamientos. En cambio, otros sostienen escenarios litigantes, reforzando un juego eterno de contrapunto, sin que nada cambie. No siempre la turbulencia de la confrontación pone a trabajar diferenciaciones y traza demarcaciones. No alcanza con oponerse a todo como modo de desasimiento, también es necesario construir un posicionamiento de lo propio (ideas, mandatos, ideales, etc) y ese movimiento no siempre se produce en algunos adolescentes que sólo logran cierta reafirmación narcisista a través del repudio sistemático.

En ese movimiento de extensión hacia la cultura en búsqueda de exogamia, tal como Winnicott (1971) lo plantea, no consiste en una inserción adaptativa sino más bien en una apropiación creativa. En este sentido, los adolescentes son intérpretes y hacedores de la cultura que habitan, por demás claro cuando de virtualidad hablamos. Tal apuesta creativa transformadora también se refleja en cómo los adolescentes trastocan el lenguaje, lo hacen inclusivo de la diversidad, lo complejo y la ambigüedad. En este sentido, entiendo que el concepto de desasimiento aún se encuentra impregnado de una lógica del contrapunto; en cambio, deconstruir supone desgranar, pieza por pieza, esa sedimentación que la autoridad misma del lenguaje y su eficacia simbólica supo imponer, al clausurar en una nominación, determinada realidad y prácticas normativas.
  
En su libro Los cansados, casi al modo de un diario íntimo de un padre, Michele Serra (2013) ofrece un retrato de ciertos sectores adolescentes contemporáneos: afectos a la horizontalidad, que viven tirados, rodeados de dispositivos, hiper satisfechos y poco dispuestos al esfuerzo. En el relato se observa un desinterés o desaire denodado en el hijo en contraste con un padre casi desesperado por lograr un encuentro con él y repetir cierto ritual signado en esa familia como parte de la transmisión generacional de padres a hijos. Tal desencuentro alude a la falta de coordenadas culturales comunes entre generaciones, a la extranjeridad radical que habita el vínculo, a una falta de entendimiento entre los “erectos y trabajadores padres” y los “cansados” hijos adolescentes. ¿Será el “desaire” una forma de desasimiento más contemporáneo en los adolescentes? Parecieran simplemente “hacer la suya” sin necesidad de confrontar para lograr asirse de un posicionamiento más propio. Puede parecernos a veces que allí no hay trabajo psíquico ante tal falta de clima confrontativo, que hay persistencia en un posicionamiento omnipotente infantil, cercano a la de un Yo en su estado ideal y pudiera bien ser así, pero otras simplemente se trata de un modo más contemporáneo y menos belicoso de cursar desprendimiento y separación subjetiva.

También parecen más prematuras algunas desilusiones que no esperan a la adolescencia para producirse respecto a la “grandiosidad” adulta.  Los niños padecen y tienen una visión bastante realista de las dificultades del mundo adulto, sus inconsistencias e inestabilidades. En la clínica, los niños suelen contar con palabras, dibujos o juegos, las inconsistencias en el sostén ambiental, produciendo pautas reactivas o defensivas de ser que socava desarrollos emocionales saludables. Lejos de ese mundo cierto que antes representaba la adultez, hoy los adolescentes no encuentran allí un espejo donde reflejar un por-venir posible y se lanzan a una apuesta más horizontal para autoengendrar referencias, desistiendo brutalmente,  por obsoletas, de  las potencialmente heredables.

El desasimiento no es sólo un trabajo intrapsíquico adolescente,  también opera en lo intersubjetivo y en lo social como vengo planteando. La adolescencia introduce en lo familiar una puesta a prueba de la regulación narcisística del conjunto, se relanza la distribución libidinal de los escondrijos endogámicos y supone, resolución edípica mediante, una resignación a tramitar por todos. El joven dejará a través sus primeras elecciones de objeto en pos de hallar otros, por fuera de lo familiar. Pero para los padres también se trata de resignar las pretensiones y anhelos de completud puestos en el hijo. ¿Acaso el darle de todo a ese hijo con una cobertura consumista no frena desasimientos a tramitar? De algún modo, la hambruna de tantos niños y jóvenes como las estadísticas dan cuenta ¿no implica diezmar el capital social que una sociedad tiene de recambio generacional?

En un nivel intrapsíquico, el desasimiento implica un trabajo representacional, desinvestir o destituir a las figuras revestidas en la infancia de cierta grandiosidad, a la mirada de un niño,  que han devenido autoridad moral, amorosa y libidinal. Interesante cómo Freud utiliza el término desacir y no el de perder, aún cuando el trabajo a realizar tenga el mismo sesgo elaborativo para que un reposicionamiento psíquico se produzca luego del acontecimiento puberal. El desasimiento implica un proceso de separación de las referencias estructurantes que se han tenido en la infancia, produciendo un remodelado identificatorio y un posicionamiento autónomo y singular.

Considero que el término desacir es más ajustado para designar a un trabajo psíquico, bastante lindero con el duelar, pero desencadenado por una transformación vital que, no necesariamente ni estrictamente, implica una pérdida.  Justamente no se trata de dar por perdido sino de asumir un cambio y que tal diferencia tome encarnadura psíquica. Desacir implica un proceso de desprendimiento en juego, soltar amarras de aquellos puntos de referencia en los que la subjetividad se entramó y que oficiaron de brújula identitaria para el sí mismo y el mundo de lo familiar. Tiempo de profunda conmoción narcisista, que requiere de estaciones de relevo que operen como soporte, hasta que construir lo propio se vaya haciendo posible. 

Comparto con Rodulfo (2012) la idea de que se ha abusado en Psicoanálisis del concepto de duelo como operador conceptual para explicar todo cambio. Muchos adolescentes, lejos de vivir tristemente tales desprendimientos, se alegran y alivian de dejar atrás. En este sentido, debemos esforzarnos en la clínica para distinguir entre el duelo como trabajo psíquico promovido por una pérdida (algunos adolescentes pueden vivirlo así pero no todos) y la separación que está motorizada por el deseo de crecer.

¿Adolescentes rebeldes o empoderados?

Si leemos el artículo de Winnicott (1971), ubicado en otro tiempo histórico (revolución del mayo francés), la figura del rebelde o contestatario le permite versionar el trabajo psíquico de la adolescencia.
La lógica confrontativa que subyace en la figura rebelde del adolescente condice con un necesario contrapunto a realizar para desprenderse de aquellas referencias identitarias que se tuvieron en la infancia y producir un remodelado psíquico. Considerando la hiperculturalidad que habitamos , “esa yuxtaposición sin distancia de diferentes formas culturales” ( Byung-Chul Han, 2005, p. 83), no parece posible seguir pensando la adolescencia como pasaje entre dos estaciones vitales, la infancia y la adultez. El transitar de un punto hacia otro no pareciera el modo actual de producción de subjetividad. Los armados subjetivos contemporáneos siguen más un modo hipertextual de configurarse a través de la exploración de una multiplicidad de posibilidades que en su recorrido va trazando, de modo inacabado y creativo, subjetividad (Ferreira dos Santos, 2020). En este sentido, encontramos adulteces bastante alejadas de la estabilidad y madurez que tenían en la modernidad, más bien dinámicas, implicadas en transformaciones identitarias y no libres de desorientaciones e inestabilidades (Rother de Hornstein, 2015). Recordemos que los adultos de hoy, padres de los adolescentes contemporáneos, han sido durante su adolescencia aquellos rebeldes que protagonizaron grandes cambios sociales de la segunda parte del siglo pasado (revolución sexual, el mayor protagonismo de las mujeres en el espacio público, el cuestionamiento al sistema patriarcal, etc.).

Las fronteras entre adolescentes y adultos se vuelven más difusas, sumado a una tendencia epocal a privilegiar modos más horizontales en la vincular, más  democrático incluso en el modo de tratar las asimétricas, sosteniendo como ideal el respeto por la otredad, por no vulnerar sus derechos, sin importar la edad.  Recuerdo que con motivo de las elecciones presidenciales a realizarse en el 2019, se realizó un estudio para saber qué pensaban aquellos jóvenes adolescentes que votaban por primera vez. Para sorpresa de muchos, dos cuestiones eran fuertemente sostenidas por casi todos: la preocupación por la ecología (cómo cuidar el hábitat de todos) y el interés por proyectos políticos inclusivos en los que se privilegia el bien común. Cuando se escucha a los adolescentes, su sentir y pensar dista mucho de las representaciones casi caricaturescas que muchas veces se hacen de ellos.

El movimiento exogámico encuentra en los pares, más que nunca, su estación de relevo.  En la grupalidad, el adolescente transita desacimientos y apropiaciones. En esos “nosotros” que arman “hay una dimensión del ser con, de ser reconociendo la alteridad del otro. El nosotros no funciona en una especie de pérdida de la diferencia, sino en un reconocimiento de la diferencia en el encuentro con el otro como tal” (Rodulfo, 2012, pág. 122), sin necesidad de oponerse a él. De este modo, se produce un acompañamiento mutuo en un trabajo de edición identitaria, que no está libre de producir, a veces, cuestiones miméticas más que identificatorias.
El reconocimiento es un suministro necesario para un narcisismo conmocionado como el de los adolescentes y se alimenta de likes en las redes sociales, seguimientos virtuales y la ilusión de devenir un influencer a modo de concreción de un Ideal del yo en lo virtual.  Los contextos digitales son el escenario privilegiado contemporáneo, construido y habitado por los mismos adolescentes, para tramitar su devenir vital, aprovechando la marginalidad adulta en este espacio por la escasez de destreza digital con la que éstos cuentan.

En contraposición con la rebeldía, el significante que insiste en la actualidad es “empoderadas” como figura del modo de asirse de un lugar en el mundo que no espera a la adultez para tener. Desde hace ya unos años se viene observando la emergencia de lo adolescente como un “colectivo” y ese aglutinamiento se produce en torno a algunas causas en las que toman posición. “Ni una menos” y la legalización del aborto han sido estandartes en este sentido. Posiblemente no sea sólo cuestión pasajera de moda. Ya no se trata de simples metamorfosis puberales, ni de confrontaciones con los adultos, se produce una toma contundente del espacio público y la asunción de una dimensión política hacedora de su tiempo histórico.

El “empoderamiento” si bien es una de las versión de las adolescencias contemporáneas, también encontramos su contracara, la adolescencia desposeída.  Las desigualdades e inequidades marcan inevitablemente las posibilidades exploratorias de los trayectos y aún hay mucho por hacer en políticas que garanticen condiciones adecuadas de subjetivación y equidad en este sentido.

¿Desasimiento en pandemia?

Adueñarse de la noche, de la esquina, apostarse en el cuarto han sido modos muy adolescentes de lograr ese corrimiento desde lo familiar hacia lo cultural. Pero ¿cómo transitar el desasimiento y la exogamia en tiempos pandémicos? cuando la salida y la distancia de lo familiar se encuentra clausurado. Los adolescentes han sentido y mucho, la ausencia de contacto presencial con sus pares,  aún cuando la virtualidad ofició más que nunca de territorio de posibles encuentros. Pero insistían en que no era lo mismo. Sin contacto entre los cuerpos ¿cómo experienciar lo sexual?
El uso del tiempo fue un modo de aislarse de la familia, en la interioridad misma del hogar. Dormían cuando la familia estaba despierta y vivían la suya cuando el resto dormía. Las quejas de los padres se oían con insistencia ante cambios de ritmo y humores alterados. Pero sorprendió cómo respetaron un aislamiento que iba en contra de sus necesidades vitales de desprendimiento. Encuentro que una de las razones para que cumplieran a raja tabla tal disposición se debió a que la fantasía de asesinato (Winnicott, 1971) que suele estar como correlato de la tramitación adolescente caló más hondo que nunca, ante la posibilidad cierta de concretarse, en tanto “portadores asintomáticos de un virus” que pudiera sí afectar, incluso poner en riesgo de muerte a los adultos. El desgano y el desinterés fueron las formas que tomó cierta inhibición del impulso a crecer, especialmente por el gradiente agresivo con que los adolescentes lo suelen vivir.  “Si la adolescencia es una época de la vida conmocionante, ¿cómo hacer cuando el mundo tambalea?”, se pregunta Beatriz Janin (2020). Los analistas hemos inventado dispositivos que pudieran acompañar y alojar, hemos aprendido mucho, pero aún falta conceptualizar todo lo que venimos transitando. Habrá que en la contemporaneidad que aún habitamos, tomar la oportunidad de seguir construyendo un Psicoanálisis acorde a los desafíos de la época que le toca vivir.   

Bibliografía

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Notas

(1) Hace apenas unos días, el Observatorio de la Deuda Social de la UCA informó las cifras sobre la pobreza en Argentina, entre los datos más alarmantes se encuentra la situación de la Infancia y la Adolescencia. Se estima que en los menores de 17 años, el 60,4% o más de 6 de cada 10 chicos, son pobres. Mientras que la indigencia llega al 16% en este mismo rango etario. Es la cifra más alta de los últimos 10 años y muy superior a la del año 2019. Recuperado en https://www.nueva-ciudad.com.ar/notas/202012/45018-cifras-alarmantes-el-60-de-los-ninos-y-jovenes-son-pobres-y-el-16-es-indigente.html

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