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Número 13 - Mayo 2019
Algunas consideraciones sobre la angustia en el acto analítico
Claudio Glasman

 

Introducción y perspectivas:

El tiempo de la angustia (Lacan), junto al de la repetición (Freud) constituyen el tiempo del análisis (nuestro tiempo). Este tiempo de suspensión y cuestionamiento del ser del sujeto es también el tiempo de puesta en acto e insistencia (agieren), que interroga tanto la ilusión religiosa de un retorno, sueño circular, idealista, de una pureza del origen como también a la esperanza de progreso con promesa de final con soluciones felices que se viste con ropaje científico. De hecho, hechos de discurso analítico, hechos para una política del psicoanálisis, angustia y repetición ponen en cuestión un tiempo circular conformado de consignas tan “exitosas” por difundidas y confusas que requieren, una por una, lectura e interrogación. Una de las últimas que circulan entre nosotros es la llamada, es también un llamado político, “la última enseñanza de Lacan”, y más cerca aún y acomodada a la época, “La ultimísima enseñanza de Lacan”,  estribillo y ronroneo que adormece la posibilidad de la lectura, que según palabras de Deleuze, es constituyente de un tiempo de reproducciones circulares. Este sintagma, promesa de progreso científico, se desliza hacia un ideal de dominio técnico, que parasitario de citas y recitados, se inclina hacia un discurso de amo académico, sea psiquiátrico o psicológico o forme parte de las instituciones psicoanalíticas. El discurso universitario en este punto desconoce fronteras, los claustros, enclaustrados se interpenetran. Su seriedad, “hay personas que creen que por poner cara seria dicen cosas lógicas”, con el que se hace creer que hay con y en Lacan un pasaje de un estado religioso del psicoanálisis al dominio logrado de su estatuto científico, como si fuera una verdad evidente de que hay un progreso que va del mito a la estructura. Me sigue pareciendo más próxima a nuestra incómoda posición respecto a “la puesta en el banquillo del saber” que implica el descubrimiento del inconsciente, que el analista en su acto se ubica en el estrecho e inquietante desfiladero entre el mito y la lógica. O también entre el poema interpretativo y su razón o justificación estructural, lógica o topológica. En nuestro campo hay que darle a ese “entre” todo el valor y función que tiene la noción de intervalo. Digamos, que Lacan realiza una lectura lógico matemática del mito totémico freudiano. Este mito, no dejará de insistir incomprensiblemente, con su inverosímil enunciado de imposibilidad, en las escenas del análisis, donde la gramática se toca, no solo con el relato digresivo de la asociación libre sino con la dramática del acting out. Solo más tarde, si hay lectura retrospectiva, y el acto es la lectura del acto, se podrá reconstruir su estructura lógica o topológica, sea de fórmula o nudo que en Lacan están lejos de hacer creer que dominándolas se lo puede saber todo. Por el contrario, estos juegos de escritura apuntan a dar cuenta del no todo, y a un cierto agujero, hay horror del agujero, que afecta tanto a nuestra práctica como al saber del psicoanálisis. El “hay horror del nudo” no es ajeno a su dimensión de no dominio y de irrepresentabilidad. No deberíamos olvidar que el idealizado saber de la ciencia, en tanto saber del amo excluye, reprime ese saber, disperso, disjunto, mítico, que es el saber del inconsciente, un saber fuera de dominio… del Amo. Las psico-yoocracias dirigen las curas en un tiempo clínico lineal y progresivo que alimenta la “hipótesis de dominio”: Primero el diagnóstico y luego las prescripciones técnicas generales válidas y convalidadas por las particularidades de cada caso. Cada caso particular es una ilustración de lo que la teoría general “ya lo sabía”. Hay un futuro técnico asegurado que evita cualquier angustia o sorpresa. ¿Y el inconsciente? ¡Gracias a Dios, adiós! Esta ideología de mercado dominante forma parte de nuestra resistencia, la de los analistas, al  “horror del acto”. Conjeturo que no deja de ser un intento para aplacar dicho horror, desplazar al acto y sus perspectivas de subversión del sujeto, y reemplazarlo por términos menos peligrosos y más aceptables para la “subjetividad de la época” tales como “experiencia Clínica” y “Dirección de la Cura”. Ambos suelen ofrecerse como siendo pasibles de un cierto manejo o dominio que el acto analítico justamente viene a poner en cuestión.

Contra esta promoción del personaje del analista como dominando su práctica y poseyendo la experiencia, dueño de sus actos y sabiendo lo que hace, contra esta doxa de la ideología dominante conviene interrogar la cuestión de la angustia desde las paradojas del acto analítico en cuyo interior ella hace sentir su función necesaria y su displacentera presencia. Cuestión de método: contra las inevitables evidencias de la Doxa, las paradoxas del acto.

La Angustia en el acto

En el interior del acto analítico la angustia tiene un papel fundamental. Recordemos que para Lacan el “manejo de la transferencia” no es sino cierta dosificación de la angustia del paciente y cierta abstinencia de dar señales de angustia por parte del analista. Angustia del analizante de la que él mismo es responsable. En este punto preciso afirmamos que la angustia no es algo exterior al dispositivo analítico, sino también, y al menos en parte, consecuencia del mismo. Aquí vale la pena apelar a una cita que aunque sea consabida, me resulta necesaria para volver a interrogarla.  Me refiero a ese pasaje del seminario de La angustia donde Lacan propone releer a Freud a fin de indagar la relación entre el deseo del analista, el tiempo y la angustia. Note el lector el modo en que Lacan a partir de cierto momento comienza a hablar en primera persona como si él mismo hablara en posición de analizante, como si él fuera el sujeto de la angustia: “Es muy evidente que si [la angustia señal] se enciende en el yo, es para que el sujeto sea advertido de algo, a saber de un deseo (…), que no concierne a nada más que a mi ser, es decir me pone en cuestión. Digamos que me anula. En principio no se dirige a mí, sino en cuanto presente, se dirige a mí (…) como esperado, y mucho más todavía como perdido.  Solicita mi pérdida para que el Otro se encuentre en ella. Eso es la angustia.  Él cuestiona, me interroga en la raíz misma de mi propio deseo como a, como causa del deseo y no como objeto. Y es a eso a lo que apunta, en una relación temporal de antecedencia, no puedo hacer nada para romper esa captura, salvo comprometerme a ella”. Hasta aquí no queda claro si Lacan está hablando del deseo sádico o del deseo del analista y es que esa proximidad entre ambas escenas, la perversa sádica en esta formulación o la masoquista en otras oportunidades y la escena analítica tienen en Lacan inquietantes proximidades y sutiles pero abismales diferencias que se hace necesario explicitar. Vale la pena evocar aquí lo que planteara en su seminario VIII, La transferencia, refiriéndose al deseo sadiano: “Se trata, si puedo expresarme así, de interrogar al objeto acerca de lo que lleva en el vientre. Esto se desarrolla a lo largo de la línea en la que tratamos de aislar la función del objeto a, la línea sadiana, por la que el objeto es interrogado hasta las profundidades de su ser, solicitando que se muestre en lo que tiene de más oculto para rellenar esta forma vacía y como tal fascinante”. Como se leerá los puntos en común, el modo de presentar al deseo sádico y al deseo del analista no puede dejar de inquietarnos. Pero volvamos al seminario X donde se llega a distinguir de qué deseos está hablando. Dice a continuación: “Esta dimensión temporal es la angustia, esta dimensión temporal es la del análisis. Si quedo capturado en la eficacia del análisis, es porque el deseo del analista suscita en mí la dimensión de la espera. Me parecería bien que me tomara por éste o por aquel que hiciera de mí un objeto”. Detengámonos un momento aquí para establecer en esta inquietante proximidad entre la escena analítica y el deseo que la sostiene y la escena sádica y la voluntad de goce que la anima. No es la única vez que Lacan va a establecer estas proximidades y volver necesario localizar diferencias: Digamos brevemente que una cosa es que el deseo, en esta dimensión de la espera, término fundamental en Freud referido a la angustia, provoque mi angustia y otra es que el sádico busque mi angustia. Digamos que el analista se abstiene de buscar angustiar a su paciente aunque pueda quejarse de que no se angustia. Esa búsqueda, aunque bien intencionada, sería sádica.  Esta dimensión de la espera del sujeto, que el deseo del analista suscita y que, en tanto esperado y  implica la angustia del analizante, no es del todo ajena a esa otra dimensión operatoria del deseo del analista y que nos muestra otra cara del sujeto. Me refiero a su modo de intervención significante, la interpretación analítica, que suscita, eso es literalmente la cita interpretativa, una cita, un llamado al sujeto. Es también el instante en que la angustia se transforma en deseo si es que es cierto aquello de que “el deseo es la interpretación”. Entonces decimos que el sujeto está doblemente comprometido en la experiencia del análisis, por la vía de la espera, señal en el yo, advertido el sujeto, de la presencia de un  deseo del Otro y por la vía de la cita interpretativa el sujeto es llamado, y en tanto llamado es sorprendido al menos por un instante en su división constituyente.

Por otra parte y en un sentido casi opuesto respecto a lo angustiante que implica para el sujeto el deseo del analista es necesario recordar aquí que la función del analista, comenzando por lo que instituye y destituye la regla fundamental, no solo es incitar al saber del inconsciente que se pone disperso a trabajar sobre este fondo señalado de angustia, sino que también concita, incita y sostiene a la  institución del Sujeto supuesto al saber, institución del Uno del saber sabido. Un nombre de Dios insistirá Lacan, que por ilusorio que sea, garantiza y crea por la vía de la fe transferencial, la religiosa expectativa de que hay respuesta para todo. Ya de por sí esto es tranquilizador y respecto de la angustia que él mismo provoca, tranquilizante. Por simular el analista que es el amo del juego, aplaca la angustia mientras que en un sentido casi contrario, insistamos, el deseo del analista y su posición de objeto la sostienen. El analista tiene una función ambigua, en su doble incitación al saber, por un lado al saber no sabido, acéfalo y por el otro al amor del saber supuesto, a un sujeto uno, el pequeño Dios transferencial-. La puesta, que es apuesta, en escena del saber del inconsciente no sería posible sin esa función llamada “deseo del analista” que a contrapelo de la transferencia en su opaca “expectativa angustiada” provoca el decir del analizante. Este es un punto que consideramos fundamental para distinguir la escena analítica de las escenas de dominio llamadas perversas sean estas en sus vertientes sádica o masoquista ya que en ambas también están en juego la angustia, la fe, Dios, el deseo y el goce: ya se trate de la angustia de la víctima en el sadismo o de la posición de objeto en las ceremonias y pactos masoquistas. En ambas está en juego tanto la angustia como el goce de un Dios ignorado. Tanto en el sádico y  su condición de instrumento del Goce de dios, como en el masoquista en su posición de objeto a reintegrar al Otro, lo que es decisivo es que pese a su condición de objeto él, el masoquista, es el amo del juego. Se trata de diferentes modo de sostener, ambos son llamados por Lacan, muy sugerentemente defensores de la fe, cruzados de la fe, en ambos, decíamos, se trata de convertirse en Amos del juego sobre la escena del goce donde la angustia tiene su lugar explícito o no. En ambos y esto es fundamental se trata de desposeer de la palabra al sujeto, al sujeto del significante, enmudecerlo. En el análisis por el contrario, la angustia del sujeto y la simulación de dominio, el lugar de objeto o instrumento son funciones necesarias para que el analizante se analice con su analista, es decir, que produzca un decir inconsciente, por las vías de su palabra más íntima, más extraña, más ajena, más lejana y sin embargo o por eso, más próxima a su deseo. En un caso la angustia enmudece, en el otro está al servicio de sostener, aunque sea de un modo inquietante la producción de un decir y de un desear que tendrá, a veces, lo que Lacan llama un efecto sujeto, es decir de división subjetiva. El sujeto del análisis será efecto de la palabra efectivamente dicha y nos parece un “error” de lectura enmudecer al sujeto con el pretexto del que hablar implica, para el hablanteser, el goce fálico del bla, bla, bla. Porque no habría que olvidarse que el que habla se equivoca y que en ese tropiezo, en esos cortes, se dice el inconsciente y es dicho a medias el sujeto que le suponemos. Por el acto analítico hacemos girar la demanda neurótica “¿qué quiere eso decir?”  Al acto de habla por vía del quiasmo: “por decir, eso quiere”. De este modo causamos un decir sin convertir la interrogación del deseo inconsciente en un interrogatorio de goce.

Para finalizar

 Para Lacan un analista hace de todo, en un sentido de simulación o representación pero en la medida en que no lo es. Pretender ser el Todo-Otro para un sujeto lo convierte en un canalla. Como las brujas, que los hay los hay. Interrogando su posición deseante, la del analista, dice en su seminario “La transferencia”: “El deseante en cuanto tal no puede decir nada de sí mismo, salvo aboliéndose como deseante. (…) porque no bien dice, ya no es otra cosa que un pedigüeño, pasa al registro de la demanda y es otra cosa.”. En pocas palabras el analista hace de todo menos hablar de sí, porque hablar de sí es comenzar a pedir, a demandar a su paciente. Regla número n del análisis, abstenerse de hablar de sí. Ya ese quid pro quo de confesiones recíprocas la había criticado Freud en sus consejos técnicos. Pero hay cosas que hay que decir más de una vez y tienen más de un fundamento. Aquí es invertir la relación deseo-demanda. Esta inversión lleva a lo peor de la psicoterapia.
Y así termina y nosotros también, una de las últimas sesiones del seminario de la transferencia: “si la angustia es lo que les he dicho, una relación de sostén respecto al deseo allí donde el objeto falta, el deseo, invirtiendo los términos, es un remedio para la angustia”. Y agrega un poco más adelante “para el analista, es conveniente tener siempre a mano algún deseo bien provisto para no exponerse a poner en juego en el análisis un quantum de angustia que no sería ni oportuno ni bienvenido”. Esta doble recomendación, no hablar de sí, no dar señales de angustia, están orientadas a que él analista en principio se sostenga en su función- deseo y no devenga demandante y por el otro que siendo él quien sostiene engañosamente la fe en el Dios transferencial de Dios pero no defiende esa fe en el Uno-Otro-Todo y esa pequeña diferencia me parece esencial, sostiene una fe que no defiende así como sostiene una angustia que no busca ¿qué pasaría, si el analizante lograra arrancar esa angustia del Otro o bien la angustia del objeto? ¿Qué pasaría si el analista interrogara o fuera interrogado en su estatuto de objeto? ¿Qué pasaría si ese objeto fuera intentado, en una recuperación engañosa del goce, reintegrar al otro? Lo mínimo que podemos decir es que la angustia, como la angustia- pánica es contagiosa, forma parte de la psicología de las masas ese contagio de Uno al Otro. Pero además digamos, quizás sea parte de nuestro deseo advertido, que esta frontera hecha de proximidad y necesaria diferencia entre la escena del análisis y las delicias angustiadas del sadismo o el masoquismo, se perderían por las vías de una “comunicación” angustiada.

 

*Nota autor: El presente artículo  fue publicado en su versión en papel, en el número 46 de PSICOANALISIS Y EL HOSPITAL. Noviembre de 2014

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