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Número 13 - Mayo 2019
El diagnóstico en la infancia
desde una perspectiva del psicoanálisis lacaniano

Silvina Galloro

 

En las consultas que se realizan por los niños, se ha hecho habitual el predominio de la cuestión del diagnóstico por sobre la pregunta que pudiera contener un padecimiento infantil.
“Queremos saber el diagnóstico”, toma el valor de demanda que –muchas veces- se desentiende de la incertidumbre que produce un sufrimiento en cualquiera de sus manifestaciones. Podemos conjeturar que hay en esa búsqueda una suposición de saber que permitiría una respuesta sin el costo de la implicación.

Frente a esta coordenada de la clínica actual, podríamos cuestionar si es un modo de habitar la época que los nombres de los fenómenos hayan tomado el lugar de la clasificación que agrupa habilitando cierto anonimato. Un modo de nombrar que permite permanecer indiferenciado.

Para los psicoanalistas que dedican sus prácticas a la llamada clínica con niños, no es una cuestión sencilla de resolver la posición a tomar. Amparados en que los diagnósticos del DSM no se corresponden con la lógica analítica, se podría “suspender” la respuesta esperada con el costo de desalojar al niño y a su familia. Surge la pregunta de ¿cómo podría abordarse la cuestión desde adentro de esta conflictiva?
Sabemos que Freud y Lacan dialogaron, criticaron, discreparon y teorizaron a partir de los conceptos que la época de cada uno les presentó. Quizás sea ese un rasgo que perdura en nuestra práctica o haya que hacer perdurar…
Del saldo de esas enseñanzas rescatamos como posición de Freud y Lacan, la prudencia diagnóstica. En tanto “no nos lanzamos a la distinción de las neurosis y las psicosis buscando simples satisfacciones de nosógrafo” (Lacan, 1955-1956, p. 208) Seguimos la propuesta de Freud en su texto “Sobre la iniciación del tratamiento” de comenzar el encuentro con un paciente con un período de prueba que durará algún tiempo y en el transcurso del mismo el analista aproximará alguna conjetura diagnóstica.
De igual modo, Lacan (1971) en la clase IV del seminario 18 refiere que “lo que se hace cuando se entra en un psicoanálisis tiene su importancia, y en todos los casos, en lo que a mi concierne, se indica con el hecho de que siempre procedo a numerosas entrevistas preliminares”. (p. 58)

La función de este primer tiempo diagnóstico atañe a distintas razones para los autores. En Freud se trata de responder a la pertinencia de aplicación de la técnica psicoanalítica en tanto esta queda reservada para la neurosis.  En Lacan, se trata de orientar la dirección del tratamiento, debido a que pudo cernir que el analista se posiciona diferente en la neurosis y en la psicosis.

Ambos han transmitido que no se trata de que nos ajustemos al estilo que han encarnado, sino que encontremos el nuestro sostenidos en el deseo del analista como aspiración ética.

A partir de aquí intentaré dar cuenta de una posición propia en relación al tema que nos concierne con la presentación de un relato clínico.

A los muertos se los entierra

Mateo tiene 4 años y es traído a la consulta por su madre, quien cuenta que:

Esta descripción, este relato de la madre sobre el niño alcanzó para que en una primera consulta se diagnostique al niño como TGD no especificado y medique con un organizador de la conducta. 
De acuerdo al DSM IV “esta categoría debe utilizarse cuando existe una alteración grave y generalizada del desarrollo de la interacción social recíproca o de las habilidades de comunicación no verbal, o cuando hay comportamientos, intereses y actividades estereotipadas”

Si comparamos el uso propuesto a la categoría y la descripción de la madre sobre el niño, no podríamos disentir en que “encaja” (entendiendo que se trata de “ajustar algo con otra cosa, apretándolo para que no se salga o caiga”). Aquí podríamos realizar muchas preguntas como por ejemplo ¿alcanza una entrevista basada en el relato de la madre para diagnosticar a un niño? Respondemos que no, pero como decía Charcot, “la teoría es buena, pero eso no impide que las cosas sean como son”.
El niño solo realizó tratamiento psicofarmacológico y como no remitían los síntomas, fue derivado a un Centro de Salud Mental.  

En la entrevista que realizamos con Mateo, muestra su inquietud. El niño no quiere jugar a nada, entra y sale del consultorio y presenta algunas dificultades expresivas del lenguaje además de usar algunas palabras en neutro.
En nuestros primeros encuentros, Mateo toma las plastilinas y mete en ellas distintos objetos. Esto se repite varias veces, y aunque intento intervenir no me lo permite y dice: ¡estás despedida! (frase que escuchaba en un programa de televisión). Luego de un tiempo me invita a “enterrar a la momia”. Con el tiempo enterramos soldados, “que morían todos porque alguien tiraba una bomba”. El relato del juego era breve, lo importante era el momento del entierro al que le dedicaba mucho tiempo.
Luego de algunas semanas,  Mateo me dice: “ahora el muerto soy yo”; se tira al piso y le pregunto “¿Cómo se juega al muerto?”. Me responde: “los muertos no hablan”. Me pongo a llorar, le digo cuanto extraño jugar con él, le nombro todos los juguetes que teníamos para divertirnos pero no pasa nada. Después de un largo rato, se levanta y me dice que se tiene que ir.

Los encuentros siguientes comenzaron del mismo modo, al ingresar al consultorio se tiraba al piso y decía “estoy muerto”. Le ofrezco diferentes alternativas para que reviva; le cuento que conozco a un médico muy prestigioso que va a venir a ponerle una inyección que lo va a revivir. El médico concurre y le coloca la inyección, Mateo dice: “no me hace efecto”.

Luego viene un mago desde un país muy lejano, con una pócima milenaria que la vierte sobre él pero tampoco funcionó. Distintas artes y ciencias lo intentaron pero nada tuvo efecto.
En uno de nuestros encuentros ya tirado en el piso me pregunta “¿Qué se hace con los muertos?” y por desconcierto le repito la pregunta y con mucho enojo me responde: “se entierran, los muertos se entierran”. Me ordena que lo arrastre hasta la tumba, que le tire tierra encima y luego coloque la lápida que me explica: “es una cruz con mi nombre”. Cumplo el ritual y me siento al lado a llorar desconsolada. Después me pongo a leer un libro en voz alta y me recuerda que los muertos no escuchan. Le digo que no importa, que igual lo quiero compartir con él. Le leo diferentes cuentos clásicos a lo largo de nuestros encuentros, y después de un tiempo me pide qué cuento quiere que le lea después del entierro. Sus historias favoritas eran la de Peter Pan y la Bella durmiente.

Un día me propone que yo sea la muerta y él me entierra. Luego de llevar a cabo el ritual, en vez de sentarse a llorar me escupe la tumba y me dice: “muerta de mierda”.
A partir de ahí intercalamos el lugar del muerto en los siguientes encuentros hasta que un día, al tirarse al piso me dice: “solo el beso de una mujer me salvará”. Al darle un beso, ya no se muere y me propone jugar a otra cosa.
Me dice que él es el Dr. y yo estoy embarazada y lo voy a ver para tener a mi bebé. Al nacer el niño me dice: “se llama Juano, es horrible y lo odio, pero cuídalo porque es tu hijo”.
Luego, mi bebé y yo corríamos peligro de muerte, pero él era Superman y nos rescataba. Este juego se repite muchas veces y en una oportunidad en la que es Superman, al rescatarnos canta: “hay mucha muerte muy peligrosa afuera pero si supieras como yo a ti te amo…”

Luego propone un juego nuevo, donde él es el capitán Garfio pero bajo la forma de un fantasma, y yo soy un pirata de su barco también fantasma y tenemos que luchar contra los zombis. En los distintos encuentros construimos mapas para rescatar el tesoro, luchamos contra los zombis, asustamos a la gente que viaja en otros barcos, porque me dice que todos le tienen miedo a los fantasmas y él también. Me cuenta que de noche no quiere dormir con la luz apagada porque lo asustan las historias de fantasmas que vio en Scooby doo. Con el tiempo, los fantasmas se van al mundo de fantasmas y empezamos a jugar con juguetes a los súper héroes y a los “salva cachorros”. 
Algunos datos sobre la constelación familiar

Marta, la madre, cuenta que su vida siempre “fue una mierda” porque tuvo un padre que no la quiso. Dice que cuando su madre estaba embarazada de ella, el padre en una discusión quiso matar a su abuelo materno. Como consecuencia de esto, su padre se fue y no volvió más. Ella fue criada por su madre y sus abuelos maternos a quienes llamaba “mami” y “papi” y cuenta que le costó mucho superar el fallecimiento de ellos en su adolescencia. Dice que nunca se llevó bien con la idea de la muerte, pero que se apoyó mucho en su madre y su hermano para salir adelante.

Cuando Mateo tenía pocos meses de vida, su madre enferma y Marta decide mudarse con ella para cuidarla hasta que a los pocos meses fallece, dejando en ese tiempo a Mateo al cuidado del padre. Dice que su hermano, no pudo enfrentar la muerte de su madre y “se dejó morir”; a los pocos meses fallece a causa de una complicación cardíaca.
Marta dice que se tiró en una cama y no podía levantarse, que su hijo apenas empezó a hablar le dijo “mamá estás triste, levántate” y ella lo obedeció. Dice que siente que se quedó sola al morirse su madre y su hermano, que no es lo mismo su familia de origen que Mateo y su marido con los cuales pasó menos tiempo.
La madre comienza un tratamiento psicológico por su zona de residencia, y mantuvimos semanalmente entrevistas a padres donde muchas veces concurría sola y otras veces acompañada por su marido, Claudio. Al poco tiempo de comenzado el tratamiento el niño retomó la escolaridad, primero con una reducción horaria y luego a tiempo completo donde comenzó a compartir los juegos con los compañeros. La “inquietud” fue disminuyendo gradualmente y le quitaron la medicación.

Conjeturas sobre el recorrido del tratamiento

En el juego de Mateo podemos ubicar dos momentos diferentes. El primer tiempo, consistente en la monótona repetición de “el muerto” -que al decir de Cristina Marrone (2016) podemos nombrar como “rito”-. Este tiempo ofició como mostración del  “no duelo” de la madre. Luego ubicamos otro tiempo de juego propiamente dicho, que comienza con Superman rescatando a la madre y al niño. Este tiempo es posible al quedar la muerte afuera.
Remarcamos que la operatoria que el niño realiza entre estos dos tiempos es posible por la vía lúdica y la intervención del analista dentro del juego. Consideramos que del lado del analista, el llanto frente a la muerte remarcó la sentencia del duelo y la lectura de los cuentos (a pesar de su negativa inicial) oficiaron como invitación - aceptada por el niño – al armado de otro relato posible.
Concluimos que el tiempo del tratamiento ha revelado que el diagnóstico de inicio no contiene a Mateo como ejemplo de la clase. Muchas veces, con la premura de arribar a un diagnóstico en la lógica que eso “resuelve” una situación clínica se obtura o demora la posibilidad de la llegada del niño y la familia al espacio terapéutico.

No creemos que se trate de “no diagnosticar la infancia”, sino de apostar cada vez que dicha tarea pueda ejecutarse al final de un recorrido terapéutico y no al inicio de modo conclusivo. Quizás haya que remarcar que muchas veces se utilizan diagnósticos presuntivos como respuesta a demandas burocráticas de los distintos actores institucionales que intervienen en la infancia y que refieren a una suposición sobre los indicios o señales que se tienen en ese momento de la evaluación. Habrá que esperar el tiempo del despliegue subjetivo al que un tratamiento invita para corroborar o no esa “suposición”.

A modo de conclusión: los diagnósticos ofertados por el DSM no se corresponden con los inherentes a la práctica psicoanalítica. Iniciamos este artículo preguntándonos como abordar una problemática que nos involucra en nuestro que - hacer cotidiano y sostenemos que si bien el discurso analítico es parte de “los discursos” de la época, tiene la particularidad de no “acomodarse” al malestar en la cultura.

Desde allí, sostenemos como posición frente a la tarea diagnóstica una prudencia que no es detención. Apoyados en “el período de prueba” que Freud propone al inicio de los tratamientos, encontramos que es un modo de abstenerse de anticipar un saber que obturaría la escucha.

Lo que permite –continuando con los consejos freudianos- abordar cada paciente “Con ingenuidad y sin premisas”, permitiéndonos así arribar a un saber singular al final de un tratamiento.

 

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