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Número 12 - Diciembre 2017
La contingencia del despertar sexual
Silvia Wainsztein


La adolescencia es muy atractiva literalmente porque permite abordar las contradicciones. Somos unos idiotas inconscientes a los que se suelta al mundo sin que sepamos qué hacer con él. Pero es bueno ser un gran idiota a esa edad, porque aquel que no lo practica entonces corre el riesgo de hacerlo de adulto y causar mucho daño.
  Sergio del Molino

Introducción

El fabuloso escritor español, Sergio del Molino, dice a su manera, en el texto del epígrafe, acerca de las condiciones necesarias en la adolescencia, que repercutirán en los tiempos posteriores en la posible contingencia del tercer despertar.
En los comienzos de mi práctica analítica estuve dedicada a la investigación y elaboración de los conceptos sobre la pubertad. Quienes me estimularon entonces a trabajar sobre el tema fueron no solo los adolescentes, sino principalmente los pacientes de la llamada “edad media de la vida”. En sus relatos escuchaba la importancia del despertar puberal, segundo en la serie propuesta por Freud, reverberando en los síntomas que presentaban. En aquellos años, preocupada por el segundo despertar, no pensé que podría hallar un tercero (1) .

La clínica con pacientes que atraviesan la edad media de la vida me llevó a postular la idea del tercer despertar. Siguiendo a Freud, en sus Tres ensayos… sobre la sexualidad humana, leemos en el tercer despertar el eco retrospectivo del segundo –propio de la pubertad– y del primero –en los tiempos de la infancia.

El psicoanálisis, a diferencia de la psicología evolutiva, nos enseña que la estructura no está garantizada desde el origen, sino que se requieren ciertas condiciones para que esta se produzca.
Los “títulos en el bolsillo”, que inscriben las tres identificaciones en la primera vuelta edípica, se ponen a prueba en la pubertad, y en el mejor de los casos promueven el segundo despertar, contando con el recurso del fantasma como respuesta al deseo del Otro, condición que hace posible el encuentro con el partenaire. En el neurótico, este encuentro no es sin inhibición, síntoma y angustia. Es que a partir de la pubertad se juega la articulación freudiana “sexualidad y muerte”. Cuando dicha articulación se desanuda por ciertas contingencias de la vida, el encuentro con el partenaire adquiere ribetes bizarros, con efectos en la imagen del cuerpo, que no funciona como tal.
Ahora bien, para que un tercer despertar se produzca, es condición necesaria pero no suficiente que haya habido segundo y primero.

Manifestaciones clínicas

La renuncia a la sexualidad en esos tiempos de la vida narcotiza tanto a hombres como a mujeres; impedimento crucial para acceder al tercer despertar.
La objeción que argumenta el varón recae sobre el órgano, que por temor a su desfallecimiento no funciona como representante fálico de su goce. La mujer arruga porque su cuerpo ya no tiene el brillo fálico que oficia como polo de atracción del otro sexo. En ambos casos retorna el trastrocamiento de la imagen del cuerpo que inaugura la pubertad.

En uno de sus primeros escritos, Freud hace referencia a la angustia que surge en el período climatérico de las mujeres y en la “edad crítica” de los hombres. Subraya que es la última gran elevación de la necesidad sexual. Fue precisamente la connotación de “última” la que me puso en la pista del tercer despertar. Dice Freud: “Hay hombres que, como las mujeres, muestran un climaterio y en la época de su potencia declinante y su libido creciente producen una neurosis de angustia” (2). “La angustia en la senescencia (el climaterio de los varones) requiere otra explicación. Aquí la libido no cede. Pero sobreviene, como durante el climaterio de las mujeres, un acrecentamiento de la excitación somática que la psique prueba ser relativamente insuficiente para dominarla” (3).

Este párrafo nos remite al despertar de la pubertad cuando la irrupción de lo real del cuerpo trastoca tanto lo imaginario como lo simbólico, irrupción pulsional que desborda el orden fálico.

En ese mismo texto encontramos la siguiente afirmación: “[…] y parecido efecto tendría en la época de la menopausia el horror que siente la mujer que envejece hacia la libido devenida hipertrófica” (4).
Freud homologa los fenómenos del ataque de angustia (palpitaciones, aceleración del ritmo respiratorio, sudores, congestión) con los que observamos en el coito. El pudor de las mujeres respecto de “los sofocos”, “los calores”, remite a “las calenturas” que Freud nombra como “incremento de la libido” –de hecho va a sostener esta idea hasta el final de su obra, a propósito de los textos sobre la feminidad.

En el texto La predisposición a la neurosis obsesiva…, encontramos la siguiente cita: “Es un hecho consabido, y ha dado a los hombres mucho paño para quejas, que las mujeres, después de resignadas sus funciones genitales, a menudo alteran su carácter de curiosa manera. Se vuelven peleadoras, martirizadoras y querellonas, mezquinas y avaras, o sea, muestran típicos rasgos sádicos y anal eróticos que no poseían antes, en la época de la feminidad” (5).

Para Freud se trata de una regresión a la vida sexual sádico anal, causa de la transformación del carácter.

En La dirección de la cura y los principios de su poder, Lacan relata el caso de un obsesivo, de edad madura y de espíritu desengañado, que se excusa en su menopausia por la impotencia que lo aqueja. Esto lo conduce a proponer a su amante que se acueste con otro hombre. Como ella está en concordancia con los deseos del paciente, le cuenta un sueño que tiene esa misma noche: “Ella tiene un falo, siente su forma bajo su ropa, lo cual no le impide tener también una vagina, ni mucho menos desear que ese falo se meta allí” (6).

El relato del sueño le permite a él recuperar su potencia fálica de forma inmediata. Lacan no atiende a la excusa de la menopausia del paciente e interpreta el rechazo de la castración que siempre es del Otro, de la madre en primer lugar. Por sus efectos, el sueño de la amante apunta a satisfacer el deseo de su partenaire, más allá de su demanda. Es por cómo opera el falo en el sueño que recupera el órgano que lo representa. Es que ella, además de soñar, le habla. Ella le muestra lo que no tiene. El mensaje de su sueño, dice Lacan, es que tener el falo no le impide desearlo.

En estas citas de Freud y de Lacan vemos que la respuesta obsesiva obtura la posibilidad de la recuperación del deseo por la vía del orden fálico y que el argumento menopáusico justifica el estado de renuncia al deseo, presentando los signos de la  hipocondría.

Las manifestaciones hostiles que Freud observa en las mujeres en la época del climaterio son efecto del estadio previo al complejo de Edipo, aquel donde la niña reprocha a la madre no haberla dotado del falo y retorna bajo la forma de rasgos de carácter, cuya posición reivindicatoria las muestra tan amargas. Desde otra perspectiva, es Lacan quien señala cómo en la mujer se reabre la herida de la privación fálica haciendo consistir la presencia del órgano del hombre.
En el climaterio, la mujer supone que el varón no está afectado por el mismo, por el hecho de quedar intocada para él la reproducción. Como ella está privada de poder concebir un hijo, confunde el atributo masculino –que en este terreno no tiene límites– con el uso del mismo en el campo de la sexualidad, malentendido habitual que expone la no relación sexual entre los seres parlantes.
La gran encrucijada por la que atraviesan tanto los hombres como las mujeres en este momento de la vida es que hay un incremento de la libido, con la irrupción pulsional que conlleva, y no se cuenta con los recursos para responder a la misma. En este punto concordamos con  Freud en cómo se homologa el climaterio con la pubertad.

Sexualidad y muerte

El olvido del nombre Signorelli, luego del análisis exhaustivo que Freud realiza, lo conduce a la magistral articulación entre la sexualidad y la muerte. Un hombre maduro, con signos de impotencia, que pertenece a la cultura de los turcos, es quien le dice al maestro: “[…] Herr, cuando eso ya no ande, la vida perderá todo valor” (7). Freud señala cómo para los turcos la estimación sexual está por sobre todas las cosas. Aceptan la muerte con naturalidad, mientras que se desesperan cuando la sexualidad no funciona.

“Sexualidad y muerte” posee la fórmula de la implicación material, esa que dice que no hay una sin la otra. Cuando se produce el desanudamiento de dicha fórmula, el resultado es o bien el costado de la muerte, adormecimiento del deseo, o los ribetes de la perversión.

El tercer despertar será posible si muerte y sexualidad renuevan su anudamiento en el delicado tiempo de la llamada “edad crítica”, crisis de la vida por estar la muerte más cerca en el horizonte de lo posible, afectando su sombra al campo del deseo. Freud nombra este momento de la vida “la edad peligrosa”.

Preguntarnos por esa calificación nos lleva a pensar que en las mujeres se trata del fin de la concepción. La trascendencia a través de los hijos es un hito fundamental en relación con la condición mortal humana. Ahora bien, si la ecuación simbólica “niño igual falo” ha sido inscripta en la estructura, esta no se pierde por el fin de la concepción biológica. Pero la proximidad de la muerte en el horizonte desestabiliza dicha ecuación, al menos en algunos casos. La sexualidad queda desplazada por la muerte, produciendo una sustitución tal que la renuncia a la sexualidad supone la conservación de la vida.

En su libro La menopausia. El deseo inconcebible (8) , Marie-Christine Laznik postula la siguiente hipótesis: “En la menopausia la mujer pierde la falicidad de lo materno y la de la imagen corporal erigida fálicamente”. Siguiendo a Helene Deutsch, sostiene que la renuncia a la sexualidad en las mujeres se debe a la peligrosidad del encuentro incestuoso que representa una mujer deseante en la edad madura.
Mi lectura de dicha hipótesis es que si la falicidad materna inscribió la ecuación, esta no se pierde, y en lo que atañe a la imagen corporal, cuando se pierde es por un hecho de discurso, por ejemplo cuando se dice que con la edad el deseo sexual disminuye, arrastrando con ello la renuncia a la libido.

Un caso contrario a este fenómeno de discurso es el de un señor que después de ser sorprendido por un grave infarto, cuyas consecuencias lo llevaban a temer la  impotencia, reencuentra la erectilidad en un nuevo goce, que por una contingencia particular lo reubica de otro modo en el discurso que sostenía. Es que la “muerte súbita” como posibilidad aceleró en él un despertar que lo sacó abruptamente de la pesadilla del aburrimiento. Muerte y sexualidad reanudaron un nuevo pacto con la vida.

Posibilidad del tercer despertar.
Algunas referencias sobre las mujeres que rondan el tiempo del tercer despertar
 
Para la religión judía una mujer es vieja cuando ya no menstrúa. En la India, durante el período védico, la vida de la mujer terminaba cuando cesaba su menstruación. Aún hoy, en nuestra era contemporánea, a pesar de los cambios que el colectivo social genera en las  mentalidades, existe el tabú de reconocer como deseante a una mujer “madura”. La pregunta que se impone es por qué las mujeres se lo creen.

La gran escritora y pensadora del siglo XX que fue Simone de Beauvoir, conocida también por su apasionada relación amorosa e intelectual con otro grande de su época, Jean Paul Sartre, dice en su libro La fuerza de las cosas: “A menudo me detengo atónita frente a esa cosa increíble que me sirve de rostro. Detesto mi imagen por encima de los ojos, la gorra, las bolsas por debajo, la cara demasiado llena y ese aire de tristeza en torno de la boca que dan las arrugas. Acaso la gente que se cruza conmigo solo vea a una quincuagenaria que no está ni bien ni mal, tiene la edad que tiene”.

Como vemos en estas letras, se trata de la imagen del cuerpo, que desde el espejo del otro no trasmite una cierta estabilidad de la misma. Si bien todas las mujeres alguna vez sentimos ese tsunami con nuestra imagen en cualquier momento de la vida, a partir de los cincuenta se juega el temor a que sea irreversible. Posición que lleva a la renuncia a la sexualidad, se sea conciente o no de dicha renuncia, volviéndose el cuerpo erótico en un cuerpo que se enferma o que se ofrece como única salida a los quirófanos de la medicina estética –subrayo la idea de única salida porque la medicina estética ofrece una enorme ayuda al sostén de la imagen, siempre y cuando tenga en cuenta la singularidad de quien efectúa la demanda.

Las indias mohaves

Retomando la incidencia de cada cultura en la vida de las personas, nos encontramos con un ejemplo que va en contra de lo que expuesto hasta ahora. Se trata de las indias mohaves, estudiadas por algunos psicólogos interesados en el tema de la menopausia. En esa sociedad, la menopausia es un momento de desarrollo social y amoroso. Su vida sexual no se detiene ya que las mujeres de mediana edad encuentran fácilmente maridos jóvenes. Como los hijos adultos suelen divorciarse con frecuencia, sus casas se llenan de niños y ellas tienen el privilegio de criarlos. Es a partir de esta edad madura que tienen el derecho a rivalizar con los hombres en los debates públicos y en las decisiones de la tribu. Estos privilegios las hace tan vivaces que no se sienten inhibidas para flirtear con hombres jóvenes, que podrían ser sus nietos. O sea que tienen una inmensa alegría de vivir.

Como puede verse, en este caso la menopausia no es un momento involutivo, sino más bien de desarrollo y expansión de nuevas experiencias.

 Paradoja

La paradoja que se presenta en la edad media de las mujeres es: ¿cómo ser sexuadas sin tener como fin la maternidad? Los psicoanalistas sabemos que el deseo sexual se acrecienta justamente por haberse separado del fin de la reproducción. No solo el deseo sexual, sino también el deseo de poder realizar finalmente aquellos sueños que por las funciones maternas se habían postergado.

Si se resuelve el duelo por la maternidad, surgen otros goces. En mi clínica pude comprobar que síntomas tales como la frigidez se resuelven después de la menopausia. La salida, entonces, es no presentar la renuncia al erotismo, que por lo visto no tiene edades.

La nueva imagen va a tener la condición de nueva según las vestiduras que se usen para la misma, lo que no quiere decir apelar a la mascarada de “vieja”. La mascarada es como la ficción y toda ficción tiene la estructura de la verdad, es como el velo que oculta y expone aquello que vela. Es el juego de la seducción, que es esencialmente femenino.

Pero ¿qué debe ocurrir para que el tercer despertar sea posible? Porque a diferencia del despertar puberal, necesario para la estructura del sujeto, el tercero puede o no producirse, incluso no conmueve la esencia de la estructura.
Para una mujer, la mirada del hombre garantiza su identidad femenina. Cuando la imagen del cuerpo entra en crisis, como ocurre en la menopausia, si la mujer no renuncia a su condición erótica ni se pone reivindicativa frente al otro sexo, su búsqueda será la de esa mirada que le rearme la imagen.

El tercer despertar será posible si se reinviste la imagen del cuerpo. Los psicoanalistas sabemos que sin investidura libidinal de la imagen del cuerpo, no hay encuentro erótico con el otro. Se trata de crear una nueva pantalla para poder “hacerse mirar”.
Entonces, según cómo se ubique cada uno respecto de estos fenómenos que estoy describiendo, el tercer despertar será propiciatorio o se quedará dormido para siempre. La renovación de la mascarada cumple toda su función si una mujer se ofrece al deseo del hombre como objeto fálico para que este recupere su potencia, renovando un despertar de la detumescencia tan temida en el fantasma masculino. Tal es el caso que nos relata Lacan de su paciente obsesivo menopáusico.
La mirada de una mujer pone erecto el valor fálico del hombre, es lo que dice Lacan respecto de la mascarada, que en el humano actúa a nivel simbólico. Sostener la mascarada permite la circulación de la falta: dar lo que no se tiene a alguien que no lo es.
Una mujer está atenta a la mirada del hombre. Desde la perspectiva de la pulsión, este es el segundo tiempo de la misma. El asunto para ella es si se atreve a “hacerse mirar”, es decir, a hacerse objeto del deseo del Otro.
En los varones, la pregunta por el funcionamiento del órgano (si tiene o no erección, la duración de la misma, la frecuencia, etc.) culmina en algunos casos en la hipocondría, como si se tratara de una enfermedad que tiene remedio desde el discurso médico.
El tercer despertar será posible si se re-inviste la imagen del cuerpo. Si el otro no la inviste con su mirada, con su voz, en fin, con los objetos de la pulsión, la imagen se derrumba. Pero en su lugar a veces vemos aparecer manifestaciones grotescas como las del viejo verde o la mujer madura que se hace la pendeja, bizzarrías que nos recuerdan que “de lo sublime a lo ridículo hay un solo paso”. En el otro extremo, la renuncia libidinal a favor de la sublimación, sobre todo cuando las objeciones que llevan a esa renuncia están puestas en lo irremediable del envejecimiento corporal, hecho frecuente en las mujeres. En este caso resuenan los ecos retrospectivos de la latencia, pero puestos en el lugar del ideal, que sostiene que antes de la pubertad, con su irrupción pulsional traumática, hubo una época en la que estudiar, investigar, protegía al sujeto de la sexualidad y de la muerte.

Se impone recordar, a propósito de la imagen del cuerpo, la función del estadio del espejo en tanto originaria. La constitución del narcisismo que opera en la relación i(a)- i’(a) inviste libidinalmente la imagen que se hace deseable para el otro, siempre y cuando sea reconocida como tal. La salida del espejo plano hará posible el pasaje del yo ideal al ideal del yo, quedando bajo su protección la imagen del cuerpo. La segunda identificación, que arroja la donación del rasgo unario, estabiliza la función del espejo para la imagen narcisista –no hay necesidad de asegurarla todo el tiempo.

Los cortes que los cambios en lo real del cuerpo producen, amenazan el retorno del yo ideal, debido a la dependencia absoluta de la mirada del Otro. El cuerpo se afaniza y el retorno del soma se manifiesta como hipocondría –cosa frecuente en los varones, mientras que en las mujeres se manifiesta por la caída de la mascarada.

¿Es posible una nueva pantalla para ofrecerse a la mirada del otro? Contar con una pantalla es lo que permite que alguien pueda “hacerse mirar”, de ahí la importancia de la función del fantasma, indispensable para el encuentro libidinal con el otro. Pero si el objeto a no cuenta con la investidura libidinal, envoltura narcisista que hace deseable a un sujeto, aparece en su faz de desecho y la salida es la melancolía.
El lugar del falo entre un hombre y una mujer lo encontramos en la parte inferior de las fórmulas de la sexuación desarrolladas por Lacan. La lógica no simétrica del lado hombre y del lado mujer, asegura la posibilidad del encuentro entre los sexos. El varón apunta al objeto a causa de su deseo como recorte que encuentra en el cuerpo de ella el fetiche virtual que enciende su erección (el zapato de tacón alto, la media calada, por ejemplo). Para ello se sostiene de su falo, que está de su lado en las fórmulas. Falo positivizado con su función eréctil, que debe ser corroborado en la mirada de ella –el exhibicionista nos enseña, desde su posición, este mecanismo del lado hombre. Ella, en tanto mujer, debe reconocer que el falo está en el campo de él y que de eso ella carece.

Esta lógica mínima del deseo se ve amenazada en el tercer despertar. El varón teme no funcionar con su órgano y la mujer con la imagen de su cuerpo. Si el espejo le indica su caída no podrá ofrecerse como objeto a en algún recorte de su cuerpo, por lo que no podrá dirigirse al varón reconociendo que el falo está en su campo.

La crisis de la mitad de la vida pone de manifiesto la lógica fálica en el campo del deseo. Cómo se ubica cada uno respecto de dicha lógica propiciará el tercer despertar o lo hará quedarse dormido para siempre.
El durmiente cree poner a salvaguarda su narcisismo. Bajo el peso del yo ideal del narcisismo especular, convierte a este en autoerótico, sin poder hacer lazo con el otro. La demanda al espejo ya no es pulsional, sino narcisista, cuando el encuentro con el partenaire erótico requiere que sea pulsional. Cuando es narcisista, el peso del yo ideal aparece en su versión estragante de superyó.

Freud habla de las manifestaciones hostiles en las mujeres en la “edad crítica”, su amargura se debe a que no cuentan con el objeto a como causa del deseo, sino como abyecto, caduco, desecho. Del lado del varón, al quedar exacerbada su preocupación por el órgano, recrudece el narcisismo autoerótico, creyendo que lo que adormece es su pene, sin advertir su resistencia a despertar de ese peso. 

Freud insiste en homologar la edad crítica con la pubertad. Ya expuse los puntos en común alrededor de la imagen del cuerpo como condición para el encuentro con el partenaire del otro sexo. De hecho, es el cuerpo la objeción fundamental para evitar el encuentro. Más aún, entiendo que si no hay segundo despertar, el tercero a veces se da como retardo de este. Pero hay una diferencia acentuada entre ambos tiempos de la vida. La muerte, más cercana en el horizonte de la vida, vuelve a poner en jaque toda la estructura deseante, en el mejor de los casos con manifestaciones habituales que llamamos “hipocondrías” por el retorno del soma, cuando no se cuenta con la veladura del mismo que le hace cuerpo. Reaparecen las fallas de la tercera identificación, que afecta el campo de lo imaginario.

Si aceptamos la emergencia de un tercer despertar, nuestra función como analistas tiene una especificidad: re-crear el juego, la sublimación y la mascarada que haga posible el encuentro sexual con el otro, reanudándose sexualidad y muerte.
Vaya todo mi agradecimiento a aquellos pacientes de la edad crítica que con sus amores otoñales, sus segundas primaveras, me enseñaron, me hicieron pensar clínicamente en este concepto del tercer despertar.

Notas

(1) Silvia Wainsztein: Los tres tiempos del despertar sexual, Letra Viva editorial, Buenos Aires, 2013.

(2) Sigmund Freud: “Sobre la justificación de separar de la neurastenia un determinado síndrome en calidad de «neurosis de angustia»”, en Obras completas, Amorrortu editores, Buenos Aires, 1981, vol. III, pág. 102.

(3) Ibíd., pág. 110.

(4) Ibíd., pág. 111.

(5) Sigmund Freud: “La predisposición a la neurosis obsesiva. Contribución al problema de la elección de neurosis”, en Obras completas, Amorrortu editores, Buenos Aires, 1980, vol. XII, pág. 343.

(6) Jacques Lacan: “La dirección de la cura y los principios de su poder”, en Escritos 2, Siglo Veintiuno editores, Buenos Aires, 2005, pág. 611.

(7) Sigmund Freud: “Psicopatología de la vida cotidiana”, en Obras completas, Amorrortu editores, Buenos Aires, 1980, vol. VI, pág. 11.

(8) Marie-Christine Laznik: La menopausia. El deseo inconcebible, Ed. Nueva Visión, Buenos Aires, 2005.

 

 

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