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Número 13 - Mayo 2019
El juego y el analista
Jaime Fernández Miranda

   

La historia del psicoanálisis suele ser olvidadiza. Los autores ingleses concibieron a Freud como un autor casi superado, sino explícitamente al menos efectivamente: resulta notable la ausencia de referencias a la obra de Freud en los más eminentes analistas ingleses. Años más tarde, el retorno a Freud promovido por Lacan fue un soplo vital para un psicoanálisis que se estaba asfixiando a sí mismo, pero al precio de reducir el psicoanálisis inglés a un mero extravío. La historia, así, se vuelve circular, regida por una lógica de la “superación” que enclaustra en el arcón de la obsolescencia autores que entonces dejan de leerse, de pensarse.

Si la historia del psicoanálisis es olvidadiza, en lo que concierne al juego en muchos textos contemporáneos este olvido recae precisamente sobre los orígenes de la problemática; y no me refiero a una suerte de origen mítico al que habría que retornar una y otra vez como fuente de todas las respuestas, sino al conjunto de intensas discusiones que fueron trazando las líneas fundamentales de la problemática, las preguntas fundantes que aún hoy nos constituyen como analistas de niños. Por eso, es necesario recordar que fue Melanie Klein quien situó el juego como recurso princeps de la práctica psicoanalítica con niños. Y nos guste o no, lo sepamos o no, cada vez que hablamos de juego en psicoanálisis de niños estamos discutiendo con Klein, estamos acordando o disintiendo con Klein.

El debate sobre el juego es introducido por Klein en el seno de una discusión con Anna Freud sobre los fundamentos de la clínica con niños en 1927. Como solía decir Marta María Roberti, es allí, en los chisporroteos, en las tensiones entre Anna Freud y Melanie Klein que podemos situar las coordenadas fundantes del análisis de niños. Ellas discutían en torno a cuatro puntos fundamentales que hacen a la especificidad de la clínica psicoanalítica con niños respecto de la clínica con adultos, cuatro puntos que después de casi cien años seguimos discutiendo. Me limito a enumerarlos:

1- Los comienzos del análisis con un niño. Primer asunto, son los padres quienes consultan, no el niño, y una de las cuestiones primordiales en el análisis de un niño es cómo se construye aquello que después de Lacan llamamos demanda de análisis -una demanda que se sitúa en desfasaje respecto del motivo de consulta de los padres.

2- Segundo punto: el lugar de los padres en la clínica psicoanalítica con niños. Fundamental, uno de los grandes ejes en el análisis de niños. Por supuesto, la posición que asumamos en este tema clave se liga indisolublemente al modo en que concibamos el lugar del adulto en la constitución del psiquismo infantil, por eso cada corriente teórica tiene una posición diferente respecto del trabajo psicoanalítico con los padres.

3- Tercer eje, la transferencia. Simplemente lo menciono porque creo que el debate entre Anna Freud y Melanie Klein, en este punto, gira en torno a un eje falso, y que la transferencia en la clínica del niño no dista demasiado de la transferencia en el psicoanálisis con adultos, salvo por un “pequeño detalle”, aquello que Maud Mannoni concibió como transferencias múltiples, el hecho de que en análisis de niños uno debe lidiar con un conjunto de transferencias además de la transferencia del niño.

4- Finalmente, último eje, el de los recursos con que opera el analista de niños. Aquí, Melanie Klein introduce la técnica del juego. En relación con este último eje, el de los recursos que utiliza el analista de niños, partimos de la curiosa situación en que una premisa falsa conduce a una conclusión verdadera. La premisa falsa es que el niño no es apto para la asociación libre. Escribía Melanie Klein en 1927:

Anna Freud y yo, y probablemente todos los que analizan niños, están de acuerdo con que los niños no pueden dar, y no dan, asociaciones de la misma manera que el adulto, y por lo tanto no podemos obtener suficiente material únicamente a través de la palabra (1).

Pablo Peusner (2) ha mostrado que, por el contrario, el discurso del niño tiene una mayor proximidad con la asociación libre que el discurso del adulto. El niño no viene a hablar de sus problemas, el niño, simplemente, habla. El niño “suspende las representaciones-meta” -como decía Freud respecto de la asociación libre- y habla sin saber lo que va a decir. El discurso del niño salta de núcleo semántico en núcleo semántico, no tiene centro, no pretende ordenarse en torno a un eje localizable. Sin embargo, así como es cierto que muchos niños, incluso algunos pequeños, cuando ya cuentan con la palabra, cuando ya han sido capaces de tomar la palabra, hablan mucho durante la sesión, también es cierto que a la mayoría de los niños, sobre todo a los niños pequeños, no les interesa demasiado hablar en su análisis. Entonces, no es que los niños “no pueden” dar asociaciones, como escribe Klein, sino que los niños, hasta cierta edad, prefieren jugar en la sesión. Y es que el jugar, como iré planteando en lo que sigue, es la experiencia del niño por antonomasia.   

Digo, entonces, que se llega a través de esta premisa falsa a una conclusión verdadera, porque la introducción del juego parece responder a una suerte de déficit, un déficit a nivel de la palabra, pero en verdad el gran hallazgo de Melanie Klein ha sido situar la enorme potencia que tiene el juego para hacer circular algo de la escena inconsciente dentro de la sesión: el juego es sin dudas la “vía regia de acceso al inconciente” (como decía Freud respecto del sueño) en el psicoanálisis de niños. Klein, precisamente, descubre la capacidad que tiene el juego para poner en circulación los aspectos más sombríos del inconciente a través de la elaboración de un método de interpretación del juego que es homólogo, dice Klein, al método freudiano de interpretación de los sueños.   
En su juego, los niños representan simbólicamente fantasías, deseos y experiencias. Emplean aquí el mismo lenguaje, el mismo modo de expresión arcaico, filogenéticamente adquirido con el que estamos familiarizados gracias a los sueños. Sólo podemos comprenderlo plenamente si lo enfocamos con el método que Freud ha desarrollado para descifrar los sueños (3).

Klein introduce el juego en la práctica del psicoanálisis de niños bajo el auspicio de una cierta homología con el sueño (volveré sobre esto) y, consecuentemente, de un método de interpretación que, según escribe ella, es el mismo método que Freud definió en La interpretación de los sueños. Sin embargo, una lectura de los textos de Klein nos permite apreciar rápidamente que el método kleiniano de interpretación del juego, al menos en su puesta en funcionamiento efectiva, dista bastante del método freudiano de interpretación de los sueños.

En este ensayo voy a plantear algunas ideas respecto del juego y de las intervenciones del analista sobre el juego del niño en análisis, para lo cual voy a hacer una crítica de fondo a la forma en que Klein trabajaba con el juego. Léase también esto que sigue como un homenaje a una gran pensadora, lamentablemente olvidada en gran parte del medio psicoanalítico.

*

La primer cuestión que debemos señalar es que Klein situó al juego en el centro de la escena analítica con niños, pero no articuló una teoría del juego. No hay en Klein una teoría sistematizada sobre el juego. A este respecto, escribe Winnicott en un célebre texto:

Yo sugiero que en sus escritos [de Melanie Klein], cuando se ocupaba del juego se refería casi siempre al uso de este (…) Esta no es una crítica a Melanie Klein, ni a otros que describieron el uso del juego de un niño en el psicoanálisis infantil. Es apenas un comentario de que en la teoría total de la personalidad el psicoanalista haya estado muy ocupado utilizando el contenido del juego como para observar al niño que juega, y para escribir sobre el juego como una cosa en sí misma (4).

Winnicott es sin ninguna duda uno de los más grandes pensadores que ha tenido el psicoanálisis, un pensador sutil y profundo también descuidado en nuestro medio que, entre otras cosas, construyó una notable teoría del juego. Rápidamente: la teoría de Winnicott parte de un deslizamiento del juego al jugar, del play al playing, es decir, del juego como contenido al jugar como actividad y como modalidad de la experiencia. Para situar cómo concibe Winnicott el playing, tomemos como punto de partida una de esas frases extraordinarias, tan habituales en su escritura, que parecen triviales a la primera lectura: “Jugar es hacer” (5), escribe Winnicott. Sí, parece trivial, y sin embargo esta frase rompe con la continuidad simple y directa que se suele establecer entre fantasear y jugar. Porque jugar es ante todo hacer, en el jugar la fantasía se despliega, se arriesga en el mundo, se arriesga en los objetos del mundo. El jugar es una operatoria sobre el objeto. Muchos niños que recibimos en análisis tienen un prolífico fantaseo pero son incapaces de jugar porque son incapaces de correr este riesgo, de arriesgar la fantasía.

Esto hace que el juego, como decía Winnicott, tenga cierta precariedad: “su precariedad -escribe- se debe a que siempre se desarrolla en el límite teórico entre lo subjetivo y lo que se percibe de manera objetiva” (6). Por mi parte, diría que el juego tiene un equilibrio precario porque sucede en la tensión entre lo real y lo ficcional, y por ende está expuesto a las irrupciones de lo real. Tomemos una situación habitual en nuestra práctica: un niño despliega muchísimos soldaditos sobre la mesa ratona del consultorio para armar una guerra; intenta acomodarse, mueve la mesa con la pierna y se caen la mitad de los soldaditos. Melanie Klein hubiera pensado ese acto como la expresión de una fantasía inconciente -porque ella sostenía radicalmente el determinismo inconsciente-, y hubiera interpretado sin vacilaciones la fantasía inconciente subyacente al acto de tirar los soldaditos. Yo diría que hay aquí una contingencia y que el juego está expuesto a la contingencia, al accidente, a lo inesperado, a lo incalculable, porque se juega con los objetos del mundo, porque el juego es una experiencia abierta a lo real y sus irrupciones. El niño al que se le han caído los soldaditos podrá hacer tres cosas: 1. rechazar furioso esta irrupción de lo real, al límite de abandonar el juego: muchos niños soportan mal aquello que no se deja asimilar, lo indomeñable, lo irreductiblemente ajeno; 2. o bien podrá desestimar esta irrupción, y entonces se pondrá a parar los soldaditos de nuevo como si nada hubiera pasado: se trataría, en este caso, de cierta tolerancia a la irrupción de lo inesperado en la escena lúdica, y sin embargo el accidente queda por fuera de la escena; 3. o bien, muchísimo más interesante, integrará este accidente a la trama del juego, y entonces podrá decir que explotó una bomba que mató a los soldaditos, y ahora hay que revivirlos a todos para que puedan pelear con el enemigo.

El juego está emplazado entre lo real y lo ficcional, más precisamente, el juego puede ser situado en la tensión irreductible y productiva entre lo real y lo ficcional. Los objetos del juego son al mismo tiempo ficcionales y reales. Ficcionales porque, como escribe Ricardo Rodulfo, una muñeca en una juguetería no es un juguete (7), es un juguete en manos de un niño, es un juguete en tanto deviene un objeto inventado por el niño. Pero por otro lado, como observó Walter Benjamin, lo real del objeto lúdico hace límite a la fantasía (8).

La materialidad del objeto lúdico, su forma, su tamaño, su textura hacen límite a la fantasía, pero no sólo eso: el objeto incita el juego y le impone su marca, el objeto moldea, en buena medida, la experiencia lúdica del niño. En definitiva, si el juego está afectado por aquello que insiste, por aquello que retorna desde la escena inconciente, también lleva la marca de la contingencia, una contingencia radical que es constitutiva del juego porque el juego transcurre en la trabazón con lo real del objeto. Y esto sucede aún con la experiencia del niño que juega absorto, aparentemente sustraído a su entorno. Un extravío frecuente en la concepción del juego, un extravío que tiene profundas consecuencias en la práctica, es suponer que el juego es un simple despliegue de la fantasía sobre el objeto, como si el objeto lúdico no fuera más que la pantalla sobre la cual la fantasía es proyectada.  

Camilo, mi hijo, cuando tenía poco menos de dos años correteaba por el living de un lado a otro con un autito en cada mano; un autito perseguía al otro mientras Camilo balbuceaba arengas de un lado y gritos aterrados del otro. Sería poco sutil decir que Camilo era ajeno al espacio real: los autitos se propulsaban con el almohadón porque la forma del almohadón lo ofrecía como rampa, se frenaban en el apoyabrazos plano del sofá, peligrosa meseta, y uno empujaba al otro que caía al precipicio. La geografía lúdica se sobreimprimía al espacio real y el juego transcurría en la tensión entre dos espacios, el espacio real y el ficcional. Luego Camilo se topaba con un manojo de llaves sobre la mesa, soltaba los autitos y tomaba las llaves. El encuentro fortuito con el objeto producía un viraje en el juego, un viraje radical: ya no había autos ni rampas ni persecuciones ni precipicios, y el ritmo se había enlentecido; ahora Camilo agitaba suavemente el manojo de llaves, disfrutaba del sonido, las miraba detenidamente, distinguía las formas, elegía alguna llave e intentaba encajarla en el agujero de la cerradura.

Esta tensión entre el espacio real y el espacio ficcional distingue la experiencia lúdica de la experiencia onírica (para jugar un poco con la comparación de Klein). Porque el sueño o bien asimila a sus tramas aquello que inquieta al durmiente desde el exterior -las perturbaciones sensibles que afectan al cuerpo del durmiente- o bien el exterior irrumpe como tal e interrumpe el sueño. Pero además, y sobre todo, el sueño que recibimos en análisis es el relato del sueño, ya no es la experiencia onírica. La experiencia onírica puede ser muy intensa. Incluso, a veces, los sueños que hemos soñado en la noche nos acechan luego en la vigilia retornado intempestiva y fugazmente en un espacio confuso, un espacio que no es del sueño pero tampoco de la vigilia. Pero aquello que recibimos en un análisis es el relato del sueño, y el relato del sueño es ya una reducción de la experiencia onírica, un empobrecimiento de la experiencia. Y no es posible confundir la experiencia con la palabra, no existe en lo absoluto una consustancialidad sino más bien una relación problemática entre ambas. Ahora bien,  diferencia de la experiencia onírica, la experiencia lúdica que concierne a la práctica del psicoanálisis transcurre durante la sesión.

Entonces: si, por un lado, el juego -a diferencia del sueño- sucede en la frontera incierta entre lo real y lo ficcional, es decir, es una experiencia donde lo real de los objetos tiene un estatuto fundante, y, por otro lado, el juego que concierne a la práctica del psicoanálisis es una experiencia que transcurre durante la sesión, podemos plantear que la presencia del analista, en el sentido fuerte del término, es constitutiva del juego en análisis, que el analista como sujeto está incluido en la experiencia lúdica del niño.
Comencemos por lo siguiente: los objetos lúdicos que, como he señalado, son fundantes del juego, no son objetos neutros, son objetos que provienen del adulto - objetos del mundo adulto o bien objetos que han sido dispuestos u ofrecidos por el adulto. Y los objetos con que un niño juega en el espacio analítico han sido elegidos y dispuestos por el analista, y por ende llevan la marca de la subjetividad del analista. Lo mismo sucede con el espacio en que el juego transcurre. En un análisis, tanto el espacio como los objetos lúdicos están investidos y modelados por la subjetividad del analista -sus gustos estéticos, sus fantasías, sus marcas fundantes, sus concepciones y convicciones teóricas. Pero además, el cuerpo del analista está siempre comprometido en el juego, el cuerpo del analista es parte de la escena lúdica aunque el niño juegue en soledad.  

En suma, el juego en análisis no es una proyección de la fantasía sobre el objeto lúdico sino el efecto contingente e inestable del encuentro singular entre un niño singular y un analista singular. La singularidad subjetiva del analista es constitutiva de la experiencia lúdica de un niño en análisis. No se puede escapar a esto. No hay forma, como analistas, de estar fuera del juego. Esto es importante para discutir con una tendencia bastante habitual en el trabajo con el juego en análisis, una tendencia basada en la suposición de que el analista es exterior al juego. Hay que decirlo, muchos analistas aturdidos por una descuidada lectura del principio de abstinencia que ha hecho de este un ideal de neutralidad, una apuesta al borramiento de la subjetividad del analista que tiene visos de objetivismo positivista solapado, muchos analistas, entonces, observan, escuchan e interpretan el juego como si fueran enteramente ajenos a él, como si se tratara de una cámara Gesell, como si su presencia no formara parte de la experiencia del niño. Es necesario, pues, subrayar que toda intervención del analista es un accidente, un imprevisto, una contingencia incalculable que, como tal, es inherente al juego. Pero también lo es su silencio, su mirada, su modo de situarse en el espacio, la posición de su cuerpo.

Entonces, ni las intervenciones del analista son exteriores al juego, ni el silencio o la quietud del analista lo posicionan por fuera del juego.

Ahora bien, como reacción a este objetivismo de la neutralidad, hemos visto proliferar otra tendencia concerniente al modo de intervenir sobre el juego en la clínica con niños, una tendencia que impulsa al analista a jugar con el niño en una posición simétrica. A veces pareciera como si el principio de acción y reacción gobernara la historia del psicoanálisis, y entonces, como reacción a los impasses del objetivismo de la neutralidad se hubiera producido un movimiento de signo inverso según el cual se supone que el analista debe jugar con el niño en situación de paridad. De este modo, no sólo las fantasías del analista acaban direccionando el juego, no sólo se bombardea al niño con los propios fantasmas, no sólo hay una presencia obscena de la subjetividad del analista en la sesión que satura el espacio y obstruye el despliegue del niño, sino que también queda abolida la distancia que supone la escucha analítica.

Entonces, pienso que la posición del analista frente al juego del niño es paradójica y que no es fácil sostenerse en esta paradoja: los analistas intervenimos sobre el juego y al mismo tiempo somos parte constitutiva del juego. Estamos tomados en la trama del juego pero a la vez es necesario que guardemos cierta distancia respecto de él, distancia que es reconocimiento de la alteridad del analizante y que por ende es fundamental para la escucha analítica. Lo esencial, lo más difícil de nuestra posición frente al juego es sostenernos en la tensión irreductible entre la implicación y la distancia, es sostenernos en una posición de interioridad-exterioridad, dejarnos tomar por el juego del niño, dejarnos capturar en la trama del juego que nos incluye y nos excluye al mismo tiempo. Las tensiones que conforman la posición del analista y que he desarrollado más extensamente en otro escrito (9), se encuentran en el juego llevadas al límite. En el juego estamos enredados hasta la médula en una experiencia cuya ajenidad es fundamental reconocer para poder posicionarnos como analistas. Por eso, frente al juego de un niño en análisis, el analista no es ni observador externo ni jugador en paridad.

*

Retomo una vez más la idea kleiniana que liga al juego con el sueño: si el juego debe interpretarse como un sueño, es posible suponer alguna homología entre uno y otro en lo que concierne a su relación con el inconciente. En este punto, la comparación kleiniana es sumamente inspirada, ya que el juego, como el sueño, es la vía regia de acceso al inconciente. Conocemos bien la potencia que tiene el sueño para poner en circulación algo de los más oscuro, lo más inasimilable según el preciso término de Lacan. El juego tiene la misma potencia.

Hace muchos años, en los comienzos de mi práctica, un niño de nueve años me ofreció una indicación preciosa en este sentido: este niño estaba concluyendo su análisis conmigo, un análisis en el que se había embarcado a los siete años. Un día llega muy angustiado a sesión y me cuenta que está mal porque asaltaron en la calle a su madre delante de él. Desde que sucedió el asalto, él se siente muy mal y no sabe por qué, a fin de cuentas el asalto no fue gran cosa, simplemente la madre le dio la cartera al asaltante y este se fue corriendo, pero él, el niño, ahora está aterrado, no puede dormir, necesita siempre que haya alguien con él y, además, dice, “estoy todo el tiempo cerrando las ventanas y puertas y fijándome que esté todo cerrado”. Tras relatarme esto, el niño empieza a hablar sobre el tema, su discurso se va diseminando al ritmo de mis puntuaciones hasta que en cierto momento el niño se detiene y me dice: “Jaime, mirá, vamos a hacer una cosa, vamos a jugar, porque yo ya sé hace mucho tiempo que vos descubrís las cosas jugando, no hablando”. Y fue precisamente jugando que el niño pudo poner en juego la hostilidad contra su madre, una hostilidad que se había visto resignificada y reactivada en el asalto, una hostilidad tanto más inaceptable, inconciliable e insoportable cuanto que su madre era la única referencia adulta estable y consistente con que el niño contaba y había contado desde pequeño. Este niño me enseñó mucho, me ofreció una indicación fundamental en la práctica psicoanalítica con niños, una indicación que releva la profundidad que tiene el juego para hacer circular los aspectos más sombríos de la otra escena, una profundidad que no tiene la palabra en el psicoanálisis de niños. Los niños hablan en sesión, por supuesto, hablan de muchas cosas, y es cierto que a veces se subestima su discurso. Pero el juego tiene una potencia enorme para poner en circulación algo de lo más oscuro de lo inconsciente. Este es uno de los grandes hallazgos de Melanie Klein.

Sin embargo, Klein establece un modo de trabazón entre el juego y el inconsciente que es sin dudas problemático, una trabazón que sólo podemos inferir a través del modo en que ella interviene sobre el juego en la clínica porque Klein, como lo señalé al comienzo de este texto, no cuenta con una teoría sistematizada del juego ¿Cómo trabajaba Melanie Klein con el juego? Primero, cada secuencia del juego era seguida de una interpretación. Luego, esta interpretación era ofrecida al niño de modo directo, es decir, el analista se dirigía directamente al niño, por fuera de la escena lúdica. Y en tercer lugar, la interpretación era concebida como la traducción de un contenido a otro contenido. Tomemos el siguiente ejemplo:

En la primera sesión, Pedro comenzó a jugar; en seguida hizo que dos caballos dieran el uno contra el otro, y repitió la misma acción con diferentes juguetes. También mencionó que tenía un hermano pequeño. Le aclaré que los caballos y las otras cosas que habían chocado entre ellas representaban personas, una interpretación que él primero rechazó y luego aceptó (…)

En la segunda sesión Pedro repitió algo del material de la primera hora, en particular el topetazo entre los autos, caballos, etc., y habló otra vez de su pequeño hermano, por lo cual interpreté que me estaba mostrando cómo su mamá y su papá chocaron sus órganos genitales (por supuesto, usando su misma palabra para órganos genitales) y que él había pensado que haciendo eso habían causado el nacimiento de su hermano. Esta interpretación produjo más material, aclarando su muy ambivalente relación hacia su pequeño hermano y su padre. Acostó a un hombre de juguete en un ladrillo que llamó “cama”, lo arrojó al suelo y dijo que estaba “muerto y acabado”. En seguida hizo lo mismo con dos hombres de juguete, eligiendo figuras que ya había dañado. Interpreté que el primer hombre de juguete representaba a su padre, a quien él quería sacar de la cama de su madre y matar, y que uno de los dos hombres de juguete era nuevamente el padre y el otro lo representaba a él, a quien su padre haría lo mismo (10).  

Según pienso, acá hay, al menos, cuatro problemas:

En primer lugar, la interpretación prescinde en buena medida de las asociaciones del niño, aunque Klein diga lo contrario.

En segundo lugar, la interpretación es ofrecida de modo directo, Klein sale de la escena lúdica y se dirige directamente al niño para interpretar (volveré sobre este punto más adelante).  

En tercer lugar, he aquí el problema conceptual, la forma en que Klein interpreta el juego supone un isomorfismo entre el juego y el inconciente, un isomorfismo que está señalado por el uso del término “representación”: “los caballos… representaban personas”, “el primer hombre de juguete representaba a su padre… el otro lo representaba a él”, interpreta Klein a Pedro. Y, en efecto, notaremos que según las interpretaciones que Klein ofrece a este niño, cada elemento del juego representa un elemento de la fantasía inconciente, hay una correspondencia punto por punto entre uno y otro, como si existiera entre ambas -la fantasía inconciente y la escena lúdica- una relación de univocidad, en el sentido en que cada elemento de un conjunto (la escena del juego) es asociado con un elemento del otro conjunto (la fantasía inconciente). De este modo, todo parece indicar que para Melanie Klein la escena lúdica está configurada a partir de una proyección de la misma figura en otra superficie y con otro contenido: Pedro arroja al suelo al hombre de juguete matándolo, porque desea sacar a su padre de la cama de la madre y matarlo. Lejos estamos de la noción freudiana de sobredeterminación, lejísimos estamos de las complejas e inasibles conexiones reticulares que Freud establece entre los síntomas o los sueños de sus pacientes y las diversas fantasías inconscientes que en ellos se ponen en juego. Ahora bien, digámoslo claramente: el establecimiento de una relación de significación simple entre inconciente y juego no es patrimonio exclusivo de Klein, muchos analistas contemporáneos, basados en teorías muy diferentes a la kleiniana, interpretan el juego de este mismo modo.

Esto deriva en un cuarto problema concerniente al modo de interpretación de Melanie Klein. Si la fantasía inconsciente y la escena lúdica son isomorfas, si la segunda no es más que una versión desfigurada de la primera, entonces el analista debe traducir, vale decir, reconducir la ficción lúdica a su versión original. Y esta, la versión original suele ser idéntica a la ficción teórica del analista. La interpretación, entonces, acaba siendo la traducción de la ficción del niño a la ficción teórica del analista, la traducción del lenguaje absolutamente singular del juego al lenguaje teórico del analista. Esto último, que Winnicott denuncia en una famosa carta que dirige a Melanie Klein (11), no es un problema exclusivo de la interpretación kleiniana. De un modo muy diferente a como lo hacía Melanie Klein, también muchos analistas de distintas corrientes interpretan desde sus ficciones teóricas, entienden la interpretación como una traducción del discurso del paciente a la teoría psicoanalítica: en esto casos, la teoría se ofrece como un cálido solaz ante las inclemencias e incertidumbres de la práctica.

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Para plantear de otro modo la relación entre el juego y el inconciente -y por ende la noción de interpretación- es necesario retornar a la concepción del juego. En este punto, creo fundamental tensar la tradición winnicottiana con la tradición freudiana en lo que respecta al juego, dos tradiciones teóricas que raramente debaten entre sí. A una primera lectura, el contrapunto entre El juego. Exposición teórica (12) (Winnicott) y Más allá del principio del placer (13) (Freud) ofrece un contraste máximo. Allí donde para Winnicott el juego es una actividad esencialmente creadora, Freud releva, por el contrario, la compulsión de repetición que lo embarga. Claro que en el análisis de un niño neurótico podemos ver con facilidad que estas dos dimensiones son constitutivas del juego: el juego tiene una dimensión creativa y una dimensión repetitiva, el juego es siempre novedoso, siempre diferente a sí mismo, impredecible y contingente, y al mismo tiempo hay en él una persistente insistencia de lo mismo.

El punto, pienso, es que Freud y Winnicott parecen estar interesados en aspectos diferentes del juego. En efecto, si tanto uno como el otro conceden un lugar preponderante a la tentativa de “dominio” en el juego infantil, para Freud se trata de “dominar o ligar la excitación” (14) mientras que para Winnicott se trata de “dominar lo que está afuera” (15). Freud lee el juego como un tratamiento de aquello que, siendo extranjero, asedia desde el interior: “tierra extranjera interior” (16), según su bellísima expresión. Winnicott, por su parte, lee el juego como un tratamiento de los objetos exteriores. Todo parece indicar que la dimensión repetitiva del juego estaría dada por su trabazón con la pulsión, mientras que la dimensión creativa del juego sería efecto de su trabazón con los objetos externos.  

En esta dirección, la dimensión repetitiva del juego es la marca de que aquello que insiste desde los abismos interiores nunca acaba de hallar lugar en el juego porque este, el juego, no es su tierra natural. Y entonces, todo sucede como si la pulsión indomeñable impusiera al juego su lógica y su temporalidad repetitiva donde todo retorna siempre al mismo lugar. Esta repetición compulsiva que Freud observó en el juego de un niño muy pequeño podemos también observarla en el análisis de algunos niños neuróticos, en momentos bien puntuales en que el juego queda atrapado en una secuencia simple que se repite una y otra vez, incansablemente, idéntica a sí misma, sin que el analista pueda hacer nada para abrir la escena, derivarla hacia otro lugar, siquiera leerla. Sin embargo, estos juegos a repetición, lo mismo que el juego del carretel observado por Freud, tienen también una dimensión creativa ya que son una puesta en ficción, aunque cristalizada y atrapada en un circuito cerrado donde la escena que repite lo hace con una extraordinaria intensidad que atenta contra el placer de jugar. Como sea, en términos más generales, todo juego lleva la marca de la repetición en su trabazón con lo más oscuro del mundo pulsional.

 Ahora bien, ¿por qué en su trabazón con los objetos exteriores emergería la dimensión creativa del juego? Ante todo, digamos que aquello que llamamos exterior es el espacio del otro, que los objetos del juego son objetos dispuestos u ofrecidos por el otro y que la instauración de la creatividad en el niño -según la conocida idea de Winnicott- exige cierta posición del otro primordial. Si un niño es capaz de jugar creativamente, es porque en los orígenes ha habido un otro que se ha dejado tomar enteramente por los ritmos y requerimientos del bebé, un otro absolutamente disponible que ha creado un universo a la medida del bebé y, de este modo, ha sostenido en el niño la ilusión de que el mundo es inventado por él, de que el otro no es exterior sino un objeto creado por él. Por ello, en los casos más favorables -la mayoría de los casos- la trabazón de la ficción lúdica con el mundo -el otro- aparece signada por una dimensión creativa.  

Podemos decir entonces que el juego del niño neurótico transcurre en la tensión entre repetición y creación porque está emplazado en la frontera entre dos tierras extranjeras que tienen cualidades bien diferentes: la “tierra extranjera interior” y la tierra extranjera exterior (17). El juego es una zona fronteriza entre dos extranjerías y también una operatoria que tiende a dominar estas extranjerías; territorio intermediario y también aparato que trabaja (en el sentido freudiano). El juego es, pues, un lugar de trabajo, trabajo del juego que es trabajo de lo ficcional, ya que el juego elabora aquello que le es ajeno creándolo, inventándolo, ficcionándolo. 

Ahora bien: el juego es una conquista que se sabe inagotable, un movimiento expansivo que sólo puede sostenerse en el reconocimiento de que lo ajeno es irreductible. En el juego el niño se lanza a la conquista del mundo y de sí mismo intentando atrapar a uno y otro en sus ficciones, pero el juego es tal porque el niño ha renunciado al dominio entendido como control: el juego supone un reconocimiento de la alteridad (jugar con objetos supone alguna renuncia al control sádico del cuerpo del otro) pero también de los inescrutables abismos interiores. Más aún, el trabajo de lo ficcional exige cierta permeabilidad a lo ajeno, ya que sin la tensión con lo ajeno la ficción se pliega sobre sí misma haciendo imposible el jugar: en efecto, si el dominio pretendido es excesivo, o bien el niño no es capaz jugar ya que toda interferencia resulta insoportable -tal como sucede con algunos niños que tienen marcados rasgos obsesivos-, o bien el niño no es capaz de hacer ese fundamental pasaje del jugar autoerótico al jugar con otros, que está fundado en la tensión entre el dominio y la cesión. El juego es impulso conquistador y al mismo tiempo un territorio abierto a lo extranjero. La plasticidad del juego depende en buena medida de su permeabilidad, la plasticidad formidable del juego no puede ser asida sino entre la prepotencia de la invención y la porosidad frente a lo inasimilable. El niño que juega intenta dominar vía invención las ajenidades que lo acechan y al mismo tiempo se deja tomar por ellas.
Por último, esta tensión fecunda entre las ajenidades irreductibles y la capacidad de invención hace del juego la experiencia infantil por antonomasia. El juego es el modo en que el niño tiene alguna experiencia de aquello que le es irremediablemente ajeno. Dentro de las múltiples acepciones que tiene el término experiencia en los escritos de Winnicott, hay una que me interesa especialmente. En una carta dirigida a Roger Money-Kyrle el 27 de noviembre de 1952, Winnicott escribe:

La experiencia es un tráfico constante en ilusión, un reiterado acceso a la interacción entre la creatividad y lo que el mundo tiene para ofrecernos (18).

Esta idea de Winnicott es genial: la experiencia tiene algo de invención, sólo hay experiencia de aquello que, siendo real, al mismo tiempo puede ser inventado. La experiencia es pathos pero también dominio: no hay experiencia sin la impronta insistente de lo irreductiblemente ajeno, pero tampoco la hay si no es posible inventar la ajenidad. La experiencia, como el juego, transcurre en la tensión entre la ajenidad y la capacidad del niño para inventar la ajenidad. El niño sólo puede tener experiencias jugando, es decir, ficcionando aquello que lo afecta, inventando aquello que resiste la invención: el inconciente y el otro. De este modo, como señala Freud, el juego tiene el poder de transmutar lo sombrío en placentero. El juego es, a fin de cuentas, una experiencia placentera y el niño que juega lo hace por placer, por el placer de la experiencia. 

Entonces, respecto de la relación del juego con el inconciente, planteo lo siguiente: el trabajo de lo ficcional permite que algo del fantasma inconsciente sea capturado en las mallas de la ficción lúdica pero al mismo tiempo permanezca ajeno e inasimilable. El juego propicia que haya alguna experiencia de la otra escena la cual, al mismo tiempo, se sustrae radicalmente a la experiencia lúdica. Por eso el juego de los niños neuróticos tiene una dimensión repetitiva, porque aquello que compulsa se sustrae al mismo tiempo, porque aquello que insiste desde el inconciente no acaba nunca de encontrar lugar en la experiencia lúdica. Por eso el juego de los niños neuróticos tiene también una dimensión creativa, porque jugar es hacer experiencia, vale decir, apropiarse de algo de lo inconciente a través de la invención, una invención que se sabe inacabada y que obtiene su plasticidad de este inacabamiento que invita a seguir jugando: entre repetición y creación transcurre el juego del niño neurótico.
El juego es una puesta en ficción de aquello que resiste el trabajo de lo ficcional. No confundiremos, pues, al juego con una suerte de canal natural de expresión del inconciente. Ni el inconciente busca hacerse representar en el juego ni el juego tiene por función expresar al inconciente: el inconciente tiende a su realización y el juego tiende a procesar a través de la ficción aquello que, siendo ajeno, le concierne. Bajo el apremio del inconciente, el juego tiene no obstante un motor propio: jugar es ofrecerse al placer de la experiencia, al placer de la invención. El juego, pues, no es una versión desfigurada de la fantasía inconciente, no todo en el juego es indicio del inconciente.

En suma: no hay isomorfismo sino una heterogeneidad radical entre el inconciente y el juego. El inconciente excede al juego y también el juego excede al inconsciente. Esta manera de pensar la relación del juego con el inconciente se entrama indisolublemente con un modo específico de concebir la interpretación del juego en la práctica analítica con niños.

*

Las reflexiones que componen este ensayo fueron decantando a partir de un conjunto de sesiones con un niño de siete años, en cuyo juego resulta particularmente notoria la presencia de los aspectos más sombríos de la escena inconciente. En efecto, tanto el juego como los lazos de este niño tienen una enorme carga de sadismo (sadismo en el sentido freudiano, como “afirmación de poder” (19), como intento de apoderarse del cuerpo del otro como objeto de goce, para tomar un fecundo concepto lacaniano). Este niño, durante varias sesiones, juega a afirmar su poder sobre mí, “juega”, así, entre comillas, porque está siempre al borde del franco sadismo. La sesión transcurre en la frontera inestable y difusa entre lo lúdico y lo pulsional.

El niño juega a darme órdenes que yo debo obedecer. En una sesión me dice: “ahora tú me harás las casas”. Yo levanto las casas con bloques, él las derriba de un golpe y me espeta: “¡hazlo de nuevo!”. Me limito a decirle: “mira, mira, mira, ¡yo no soy tu esclavo! yo no soy tu esclavo, de modo que no haré nada de esto”. Una forma de rehusarme -porque no es lo mismo dejarse tomar por el juego del niño que transformarse en objeto de goce del niño- y al mismo tiempo una interpretación de ese sadismo brutal que utiliza la mascarada del juego para poder desplegarse. Notaremos que el niño habla en castellano neutro, en castellano televisivo, y yo le respondo con la misma entonación. El castellano neutro es el lenguaje que usan los niños argentinos para jugar, les permite articular una voz diferente y un lugar de enunciación diferente que lleva la marca de lo ficcional, la marca de que aquel que habla lo hace dentro de una escena ficcional (20). Al responder con esta entonación, yo mantengo mi enunciación dentro de la escena lúdica.

“Yo no soy tu esclavo”, le digo. Introduzco la palabra “esclavo” como interpretación. Me dice entonces: “si, tú eres mi esclavo, tú ahora harás todo lo que yo quiera.” “No -respondo- yo no voy a hacer todo lo que tú quieras.” “Entonces, si no lo haces, te arrancaré los ojos, te mataré, te cortaré, te sacaré la Tablet”. “Ah –le digo- pero, ¿quién eres tú, entonces, que me sacarás la Tablet? ¿Eres mi madre? ¿Eres mi padre?” “Soy tu mamá, soy la mamá chota”, responde, y entonces me sigue maltratando y humillando pero ahora encarna la figura de la “mamá chota”. Mi interpretación, ofrecida dentro de la escena lúdica, ha producido un viraje en el juego, ahora es la “mamá chota” la que sojuzga con violencia al hijo: me amenaza con dejarme sin comer, con encerrarme en la pieza, con darme un chirlo si yo no obedezco sus órdenes tiránicas. Yo me sigo rehusando, siempre dentro del juego.

El juego, entonces, vira nuevamente. El niño toma una muñequita a la que llama la “mamá chota”, toma también varios soldaditos y arma una lucha caótica donde los soldaditos se pelean y la mamá chota les pega, los soldaditos le pegan a la mamá y se pelean entre ellos. Hasta que en cierto momento -yo en silencio- el niño pone sobre una madera todos los soldaditos y sobre otra madera la muñeca que llama la mamá chota. La dinámica del juego, notoriamente, se pacifica. Le pregunto: “¿qué pasó?” “La echaron a la mamá chota -responde- y ahora los amigos están jugando”. Me limito a decir: “bueno, parece que los amigos pueden jugar cuando la mamá chota no está, y cuando la mamá chota está, los amigos se pelean todo el tiempo”. El juego declina, la sesión se termina y yo, ya fuera de la escena lúdica, mientras guardamos los juguetes, le pregunto si recuerda lo que hablamos la sesión anterior porque a mí este juego me recuerda aquel diálogo.

La sesión anterior, este niño me hablaba de su hermano mayor como un chico perfecto que todo lo hace bien, un chico maravilloso que no podría ser otra cosa que el hijo maravilloso de una madre, su madre. “Parecés una mamá hablando de su hijo”, señalé, a lo cual él respondió: “sí… pero mi mamá dice esas cosas de mi hermano porque es la verdad”. “Bueno, parece que vos creés demasiado lo que tu mamá dice, y entonces te sentís poca cosa al lado de tu hermano maravilloso”. Este diálogo tuvo lugar la sesión anterior a la del juego. Notaremos cómo el juego es una “continuación del diálogo por otros medios”, el juego revela el fondo oscuro, pulsional, de este conflicto entre el niño, su hermano y su madre. El diálogo previo ubica algunas coordenadas de aquello que hay en juego en el padecimiento del niño. Pero en el juego posterior tiene lugar una tragedia que no había tenido lugar en el diálogo. La ambigüedad en su relación con el hermano, amado y odiado, admirado y envidiado, aparece en toda su dimensión bajo la égida de la figura de la madre terrible, omnipotente y tiránica.
 
Planteo a partir de aquí algunas ideas en torno a las intervenciones del analista sobre el juego del niño en análisis. El analista está tomado dentro del juego, está jugando, y al mismo tiempo sostiene una distancia que permite escuchar algo del fantasma inconciente y reintroducir aquello que escucha dentro de la escena lúdica. Según pienso el trabajo analítico con el juego de un niño neurótico, el analista va recogiendo aquello que escucha, aquellos elementos donde algo de la escena inconsciente se juega y los reinserta adentro de la trama ficcional sin salirse del juego. En mi experiencia, una interpelación directa al niño, una interpretación hecha por fuera de la escena lúdica interrumpe casi siempre el juego. Al introducir aquello que escuchamos dentro de la trama del juego, estamos jugando, estamos poniendo fuertemente en juego nuestra propia fantasía. Y de este modo el juego continúa, pero se produce un punto de inflexión a partir de la intervención del analista, un punto de inflexión a partir del cual el juego se va complejizando y va permitiendo que pase por la ficción algo de esta otra escena insoportable, esa ajenidad radical del inconciente que, al mismo tiempo que aparece, se le sustrae al juego.

Claro que esta posición somete al analista de niños a una tensión formidable. El analista se sitúa a una distancia que permite la escucha pero, por otro lado, está absolutamente tomado dentro de las tramas ficcionales, no sólo porque el niño lo convoca a jugar, generalmente, a veces no, sino porque cuando el analista está frente a un juego en análisis está en juego su cuerpo y sus fantasías. De uno u otro modo el analista está jugando, pero está jugando el juego del niño. El analista deja que la propia fantasía se despliegue sin aplastar con ella al niño, porque el meollo de su posición ética es el reconocimiento de la alteridad del analizante, irreductible e inescrutable. De este modo, si todo analista está sometido a una tensión que ha sido situada magistralmente por Ferenczi, esta tensión es llevada al límite cuando operamos sobre el juego del niño en análisis. En 1928, Ferenczi escribía:

Gradualmente se va advirtiendo lo inmensamente complicado que es el trabajo mental impuesto al psicoanalista. Tiene que permitir a las asociaciones libres del paciente que actúen sobre él; simultáneamente pone en libertad su propia fantasía, para que esta trabaje con el material asociado por el paciente; de tanto en tanto compara las nuevas conexiones que surgen con los resultados anteriores del análisis, y no debe abandonar, ni por un solo momento, la vigilancia y la crítica necesarias en relación con sus propios rasgos subjetivos (21).

Ferenczi sitúa la escucha analítica en el seno de una tensión irreductible y difícil. El juego extrema esta tensión, porque no es posible intervenir psicoanalíticamente sobre el juego de un niño en análisis si no se está jugando, es decir, si el cuerpo y la fantasía del analista no están tomados en la redes del juego.

Entonces, ¿se interpreta o no se interpreta el juego? La respuesta que demos a esta pregunta está enteramente sujeta al modo en que concibamos la relación entre el juego y el inconsciente, ergo la interpretación. Si entendemos por interpretación la traducción de un contenido a otro contenido según una noción del juego como representación del inconciente, donde cada elemento del juego representa un elemento de la fantasía inconciente (“el muñequito hace eso porque a vos te pasa esto”); si interpretar es traducir la ficción lúdica del paciente a la ficción teórica del analista saliéndose de la escena para dirigirse directamente al niño (en mi experiencia, insisto, esto interrumpe el juego), sería en mi opinión poco recomendable interpretar el juego. Ahora bien, si concebimos la interpretación como una operación de descompletamiento de la escena en la que el analista recoge los elementos foráneos, los indicios de lo inconciente que aparecen fundidos dentro de la trama lúdica y los reintroduce dentro del juego a fin de que el niño pueda ir articulando nuevas escenas y nuevos sentidos, a fin de que el trabajo de lo ficcional pueda ir elaborando algo de aquello que lo acosa desde la otra escena, entonces sí interpretamos el juego.

*

Sostener, como sostengo, que la interpretación del juego transcurre dentro de la escena lúdica, requiere dos aclaraciones: en primer lugar, que esto es válido para el juego, no para todo lo que un niño haga en sesión, y los niños en análisis hacen otras cosas además de jugar. Para ser claro, no creo que a los niños haya que hablarles siempre con alusiones o a través de la voz de un personaje.

En segundo lugar, si bien la modalidad lúdica sobre la que trabajé anteriormente es la más habitual, también hay juegos que consisten en la repetición de una misma secuencia sesión tras sesión, sin que nada que hagamos o digamos pueda derivar la escena hacia algún otro lugar. El niño al que he hecho referencia en el apartado anterior, por ejemplo, durante varias sesiones utilizaba gran parte del tiempo en torturar a un bebote. El niño estaba totalmente tomado dentro la secuencia repetitiva del juego, haciendo fútil cualquier intervención de mi parte. Hasta que varias semanas después, tras preguntarle una vez más qué sucedía con ese bebé, me dice algo diferente: “algunos bebé son malos.” A mi pregunta responde que cuando él nació lo llevaron a incubadora: “yo estaba tan apurado por salir… y mi mamá sufrió mucho porque en la incubadora no podía verme.” Le digo que él se siente culpable porque ha hecho sufrir a su madre ya desde su nacimiento. Que él siempre se siente culpable por relación a su mamá. Que él a veces siente que es el hijo malo de su mamá, el hijo que la hace sufrir todo el tiempo. Llora intensamente. Ya no jugará a torturar bebés.

Este juego a repetición pone en escena un mito de origen inaceptable, un fantasma que anuda toda la problemática del niño. Las dificultades de este niño extremadamente demandante y caprichoso -este es el motivo de consulta- están tramadas por este fantasma constitutivo: ser la causa de las desdichas del otro, ser el objeto del padecimiento de su madre. Y el intenso sadismo de este niño se articula a partir de un montaje fantasmático que escenifica la vejación y aniquilación del niño malo, del bebé malo, un fantasma sádico en el que el niño es simultáneamente objeto y sujeto, torturador y torturado, aniquilador y aniquilado. Es este el fondo del sadismo de este niño, lo más insoportable, lo más inconciliable, aquello que no alcanza a ser trabajado por el juego, aquello que siendo tan fundamental no podría alcanzar algún lugar en la experiencia sino al precio de un dolor desgarrador, y entonces impone su lógica repetitiva al juego.

Decir que en este caso no se trata de un juego sería encorsetar al juego en una moral de la creatividad; el juego es también repetición compulsiva, y ciertos juegos se inclinan fuertemente sobre su dimensión repetitiva en desmedro de su dimensión creativa. En estos juegos, el movimiento incesante y circular se despliega imperturbable, sin que sea posible abrir un hiato en cuyo seno alguna interrogación pueda tener lugar. El analista se ve asaltado por la impotencia. De más está decir que aquí interpretar sería totalmente fútil, apenas un modo de protegernos de la angustia en que nos sume aquello que se despliega frente a nuestros ojos sin que podamos hacer ni saber nada. Aquí, la intervención del analista corre por otros carriles.
Allí donde la escena lúdica es rígida, iterativa, donde sesión tras sesión el niño se aboca a la repetición de la misma secuencia, una y otra vez, allí donde la dimensión creativa del juego es exigua y el movimiento circular anula cualquier posibilidad de interrogar aquello que insiste con tanta intensidad, allí, pienso, la paciencia del analista es fundamental. Paciencia, no pasividad. Paciencia, aquí, significa soportar la propia impotencia frente a la compulsión repetitiva y sostener la pregunta sin sucumbir a la tentación de una respuesta apresurada. La paciencia es espera de la emergencia de un elemento diferencial que permita esbozar alguna lectura de aquello que insiste compulsivamente sin encontrar lugar. En el caso sobre el que estoy trabajando, ese elemento estuvo situado por fuera del juego: el niño se salió del juego para hacer surgir otra cosa. El juego a repetición había puesto en escena algo fundamental cuya interpretación sucedió por fuera del juego.

A fin de cuentas, no existe El modo de intervenir sobre el juego porque esto supondría otorgarle al juego una homogeneidad de la que carece, una homogeneidad que es ajena a la naturaleza del juego. Pienso que se trata, ante todo, de plantear una concepción de la experiencia lúdica -de su ligazón con el inconciente, de su ligazón con el objeto, incluyendo al analista-, que pueda hacer lugar a las infinitas posibilidades en que el juego sucede en un análisis e ir hallando, cada vez, los modos de intervención analítica.

Notas

(1) Klein, M., (1927), Simposium sobre análisis infantil, en Obras Completas, Tomo I, Buenos Aires, Paidós 1996, p 155.

(2) Peusner, P., (2006), Fundamentos de la clínica psicoanalítica lacaniana con niños, Buenos Aires, Letra viva, 2011. 

(3) Klein, M., (1927), Principios psicológicos del análisis infantil, en Obras Completas, Tomo I, op. cit., p 143.

(4) Winnicott, D.W. (1971), Realidad y juego, Barcelona, Gedisa, p 63.

(5) Op. Cit., p 64.

(6) Op. Cit., p 75.

(7) Rodulfo, R. (1989), El niño y el significante, Buenos Aires, Paidós, 2004.

(8) Benjamin, W., (1928), Juguetes y juego, en Escritos. La literatura infantil, los niños y los jóvenes, Nueva Visión, Buenos Aires, 1989, p 88.

(9) Fernández Miranda, J. (2019), Escuchar, pensar, transmitir. Alegato por un psicoanálisis posescuelista, en El trabajo de lo ficcional. Problemáticas actuales en clínica psicoanalítica con niños, Buenos Aires, Letra Viva.

(10) Klein, M., (1955), La técnica psicoanalítica del juego: su historia y significado, en Obras Completas, Tomo III, Buenos Aires, Paidós 1997, p 137-138.

(11) Winnicott, D.W. (1987), El gesto espontáneo. Cartas escogidas, Paidós, Buenos Aires, 1990, p 88/93.

(12) Winnicott, D.W. (1971), Realidad y juego, op. cit., p 61-77.

(13) Freud, S. (1920), Más allá del principio del placer, en Obras Completas, Tomo XVIII, Buenos Aires Amorrortu, 2004.

(14) Op. cit., p 35.

(15) Winnicott, D.W. (1971), Realidad y juego, op. cit., p 64.

(16) “Lo reprimido es para el yo tierra extranjera, una tierra extranjera interior.” Freud, S., (1933 [1932]), Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis, en Obras Completas, Tomo XXII, Buenos Aires, Amorrortu, 1991, p 53.

(17) Para aclarar: la excitación pulsional no proviene del otro sino de las inscripciones que ha dejado el deseo inconciente del otro en la superficie corporal del lactante. Por eso, creo fundamental sostener la distinción -freudiana- entre la ajenidad interior y la ajenidad exterior (que, en el niño neurótico, es la distinción entre la ajenidad del inconciente y la ajenidad del otro).  

(18) Winnicott, D.W., (1987), El gesto espontáneo. Cartas escogidas, Buenos Aires, Paidós, 1990, p 100.

(19) Freud, S. (1915), Pulsiones y destinos de pulsión, en Obras Completas, Tomo XIV, Buenos Aires, Amorrortu, 1995, p 123

(20) Esto es así en los niños neuróticos. Por el contrario, en muchos niños a dominancia esquizofrénica es la palabra como tal la que está articulada en castellano neutro; estos niños hablan su lengua materna con una voz extranjera (véase al respecto: Fernández Miranda, J. (2019), La voz y la palabra. Entre autismo y esquizofrenia infantil, en El trabajo de lo ficcional. Problemáticas actuales en clínica psicoanalítica con niños, op. cit.).

(21) Ferenczi, S., (1928), La elasticidad de la técnica psicoanalítica, en Problemas y métodos del psicoanálisis Buenos Aires, Hormé, p 98.

 

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